
Crítica de ‘Amor sin fin’, un deseo adolescente desatado | Babelia | EL PAÍS
Scott Spencer narra un amor indestructible en un ejemplo de la más alta literatura romántica con una novela que resuelve soberbiamente los siempre difíciles pasajes sexuales
Origen: Crítica de ‘Amor sin fin’, un deseo adolescente desatado | Babelia | EL PAÍS
Textos
Cuando tenía diecisiete años, obedeciendo los mandatos más urgentes de mi corazón, me alejé del camino de la vida normal y en un momento arruiné todo lo que amaba; lo amaba tan profundamente que, cuando el amor se interrumpió, cuando el incorpóreo cuerpo del amor retrocedió aterrorizado y mi propio cuerpo fue encerrado, a todos les costó creer que alguien tan joven pudiera sufrir de manera tan irrevocable. Pero ahora han pasado los años y la noche del 12 de agosto de 1967 todavía divide mi vida.
Mi padre era lo que se llama un «abogado de izquierdas». En 1967 tanto él como Rose llevaban quince años apartados del Partido Comunista, pero él seguía siendo un abogado de izquierdas, lo que quería decir que no defendería nunca a un hombre rico contra uno pobre y que no les cobraba a sus clientes tarifas exorbitadas. Arthur envejeció antes de lo debido por las horas extras que echaba en el trabajo. Solía quedarse en su oficina hasta medianoche y una vez —esta era una historia que a Rose le encantaba contar— la bombilla de la lámpara de su escritorio explotó y se apagó, y Arthur siguió allí sentado, en su enclenque y chirriante silla giratoria, escribiendo en su largo bloque de notas amarillas una línea inspirada de investigación que quería seguir en un caso de accidente. Temía que, si se levantaba para encender la luz del techo, perdería el hilo. Al día siguiente revisó sus notas; bueno, si se tratase de un chiste, habrían sido tonterías o letras ilegibles, pero las tres páginas de ideas que había transcrito a ciegas se podían leer perfectamente y eran esenciales para el caso. Lo que lo llevaba a poner todo su corazón en cada caso no era algo tan exangüe como la adicción al trabajo: Arthur ansiaba de verdad defensor al débil contra el fuerte. Lo deseaba más que el dinero, más que la gloria, más que su propio bienestar. A veces la pasión por salvar a sus clientes lo destruiría en el tribunal. Solía se enfurecerse y, cuando sintió que algún caso se le escapaba, se le quebraba la voz como a un adolescente.
Nunca pienso en la vida que me perderé después de que me haya muerto o en todo lo que me perdí antes de nacer. Es el tiempo que paso como si estuviese muerto durante esta, mi sola y única vida, el que me hace tirarme de los pelos. Me parece que si juntara meticulosamente todo el tiempo en que he estado completamente vivo, acumularía quizás dos años de vida hasta ahora…
Y luego el beso: leve, tímido, breve. Nadadores con un dedo del pie en el océano, etcétera. Nos alejamos el uno del otro. Era tan difícil muy y, creo, difícil querer ver. La cercanía no solo bloqueaba la luz difusa de la habitación, sino que nos alejaba hacia una especie de ceguera voluntaria. Habíamos visto lo suficiente como para llegar hasta ese punto. Como peregrinos que tienen que atravesar innumerables habitaciones y soportar las pruebas más desconcertantes, nos encontramos en la cámara de la profunda urgencia física y la verdad en sí parecía tener una importancia menor, era algo que podía esperar.
Cada vez que había pensado en las consecuencias de salir de Chicago, colocaba la raíz de mi temor en la imagen de un regreso a Rockville, en pasear por los tramos cubiertos de hierba, en el cielo azul porcelana de Wyon, Illinois, y en los niños rubios que nos espiaban agarrados a la negra verja victoriana. Era una imagen de exilio, de furia y, por supuesto, de pérdida inaceptable, porque significaba que una vez más estaría separada a la fuerza de Jade. Hubo veces en mi vida de fugitivo en que el temor a que me capturasen era tan grande que me resultaba casi imposible no torturarme más imaginando con todo detalle cómo sería volver a estar en Rockville. Pero, por lo general, conseguía no pensar en eso, conseguía mantener a todos los pequeños actores macabros amordazados y atados en sus sillas mentales, y fue una suerte, porque lo que pasó después de que me devolvieran a las autoridades de la Policía estatal de Illinois era mucho peor que nada de lo que me hubiera imaginado: todo ese temor no me había preparado para nada, nada en absoluto. Me trataron peor por violar las condiciones de la libertad condicional que por prenderle fuego a una casa y casi quemar viva a una familia. La primera vez infringí la ley del mundo, pero ahora había infringido la ley de la Policía, y ese tipo de transgresión la trataban con más severidad.
