Lectura: «Quebrada», de Mariana Travacio

Quebrada es la palabra que define un paso estrecho entre dos montañas. Así, como una hendidura que atraviesa dos historias, discurre la nueva novela de Mariana Travacio. Una obra en la que el amor y la lealtad se ven teñidos por el desarraigo, el dolor y la pérdida.Conducidos por una prosa precisa y sobria, acompañaremos a Lina, una mujer que parte en busca del mar y un hijo perdido, desde un paisaje seco y agrietado en donde la vida se ha hecho imposible, hasta unas tierras húmedas y fértiles en las que todo es excesivo. También la locura de los personajes y fantasmas que las habitan.

(Contraportada)


Textos

Yo voy, Relicario.
Adónde vas a irte sola, mujer?
Octavia me enseñó el camino.
Qué camino, Lina, si acá no hay caminos.
Hay que ir para abajo, hasta dar con el arroyo.
Qué arroyo va a haber, Lina.
Así me dijo Octavia. Que baje y baje y no me canse de bajar, hasta dar con el arroyo. Y que después vea bien para dónde va el agua, y que siga caminando siempre en dirección del agua. Que el agua lleva al río y que el río lleva al mar. Vamos al mar, Cruz. Vamos juntos.
Estás loca, Lina. Qué agua va a haber en ese arroyo si hace años que acá está todo seco.


Se llevaron las dos cantimploras grandes que teníamos y un atado de ropa y ese puñado de semillas que le había dado Octavia para cuando se fuera. Que eran semillas buenas, le había dicho, que daban fuerzas, que las usara cuando las necesitara. Se fue porfiada, Lina, a buscar ese arroyo. La última noche discutimos bastante. Yo no quería que se fuera y ella no quería irse sola: quería arrastrarme con ella; estaba embarrada. Vamos a conocer el mar, Cruz, vamos. Así me repetía. Pero yo no la iba a acompañar en ese desquicio que se le había metido dentro. Eso no se hace, Lina. Y ella no me oía. Terca, estaba. Y ahora vaya Dios a saber por dónde anda. Hace más de una semana que se fue. Yo estaba seguro de que iba a volver enseguida. Así le dije, cuando se iba. No seas porfiada, Lina, ya basta de este arrebato, qué sentido tiene, si vas a volver enseguida, vas a ver, tres o cuatro días y estás de vuelta, si nunca te saliste de acá, adónde vas a irte sola. Pero no había caso. Por mucho que le insistiera, ella estaba obstinada con ir al mar. Y ahora me despierto con este fastidio que me envenena. No se abandona al marido, no se abandona la tierra, no se abandona a los muertos. No se abandone, Lina. Dónde se ha visto mujer así. Ya estamos grandes para andar probando suerte por ahí. Pero yo debí imaginarme, ya temprano, cuando me casé con ella: Lina Ramos, de los Ramos, esa familia que nacía encaprichada desde la cuna, si hasta el hermano se atrevió a llevarse al Tala y nos dejó así, sin hijo, sin ayuda.


La cosa es que era de noche, todavía, cuando me acerqué a los sepulcros de mi madre y de mi padre y les dije que ya nos íbamos. La convicción se me fue amainando a medida que daba las primeras paladas. Estaba solo y la noche no hacía otra cosa que centellear su poca luz. Me conformé con eso. A la larga, los ojos se acostumbran. Tardé más de dos horas en desenterrar a mi madre. Yo le iba hablando, poco a poco, para que no se enojara. Le decía: disculpe, madre, que hoy la vengo a remover, pero mañana salimos y no tengo más remedio que sacarla hoy. Y así le iba diciendo, y así iba paleando, y así fue clareando y pude ver que no quedaba cajón. Se lo había consumido la tierra, nomás.


Que se llamaba Feliciano, el arriero. Que saldría mañana, muy temprano. Que él me podía llevar, si yo quería. Que conocían bien el camino, él y su burro, porque regresaban cada año, a esos campos, por trabajo. Que el camino era largo. Que tardaríamos dos semanas, por lo menos, en cruzar esas montañas. Que si yo me animaba, mañana me podía ir con él. Que ya lo habían comprometido a pasar por aquí, antes de irse. Así me dijeron, Balbina y su esposo, esa noche. Y yo le agarré las manos, a Balbina, y la miré bien adentro de esos ojos tristes que tenía: que nunca me iba a olvidar de ella ni de toda la ayuda que me venía ofreciendo. Y después se me escapó una lágrima, y ​​después lo miré al marido y también le agradecí, y después le agradecí a diosito santo, y después me acordé de Octavia y también le agradecí, y creo que me quedó dormida y seguí agradeciendo todavía en sueños.


Acá las familias se arman y se desarman a capricho del viento, con la misma facilidad con que el cielo se compone o se descompone con nuestras tormentas. Se habla mucho, acá, pero se dice poco. Llevo años escuchando lo que cada uno quiera contarme. Que nací en ese campo. Que Loprete disponía de mi madre donde quisiera, cuando quisiera, las veces que quisiera. Y que una vuelta quedó embarazada y que lo anduvo ocultando, hasta que me tuvo. Pero que era demasiado joven y que si no seguía trabajando se moría de hambre. Que me entregó a los Romano, que andaban buscando un hijo. Y que ahí estuve, unos años, hasta que se murió, en el incendio. Que me sacaron del fuego pensando que yo también me había muerto. Dicen que traía los brazos y el pecho tan quemados que no sabían cómo aliviarme. Que me fueron curando el cuerpo a retazos, como fueron pudiendo, hasta que me quedó así, como lo tengo ahora: como si me hubieran zurcido pedazos de cuero reseco para tapar lo que el fuego me había quitado. Algunos dicen que me quemé solo por delante porque llevaba los brazos extendidos, en dirección a las llamas, como si esa luz fuera a salvarme. Desde ese incendio, Anselmo me oficia de padre. Es que a Anselmo se le fueron los hijos y le debe haber quedado ese hueco. Así armamos las familias acá. Con lo que tenemos a mano.

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