Una novela adictiva, violenta y vertiginosa, sobre venganza, amor y ultras.
Amador es el consejero y número dos de la facción criminal de Lokos, el grupo ultra del FC Barcelona. Extorsionan, pegan palizas, mueven droga y destruyen a bandas enemigas. Su kapo es Alberto Cid, alias el Cid, un psicópata sin alma ni escrúpulos. Amador y el Cid, legendarios skinheads neonazis del gol sur durante los ochenta y noventa, fueron inseparables durante años, hasta que algo los distanció. Amador acarrea muchos secretos, y el mayor de ellos es su homosexualidad, que de salir a la luz le costaría la vida. Su padre, antiguo delincuente y leyenda local, está gravemente enfermo, y su agonía abre cicatrices de infancia que Amador creía cerradas.
César «Jabalí» Beltrán fue rugbista y ahora se gana la vida vengando por encargo a víctimas de pederastas y atropelladores en fuga. Vive clandestinamente, en un estrecho círculo de empatía donde solo caben dos personas más: su hermana, Paloma, y su sobrina, Lucía. Un secuestro, una redada y un botín desaparecido hacen que la vida de César y la de Amador se entrecrucen, con resultados imprevisibles para ambos: la revancha salvaje en la que vivían (contra el mundo, contra sus infancias, contra su suerte) empieza a desgajarse por los extremos.
Kiko Amat ha escrito una novela violenta y vertiginosa, absolutamente adictiva, que habla de venir del lugar equivocado, de delincuencia, de rabia y reparación, de amor y venganza. Un libro indócil, lleno de vulgaridad y belleza, dolor y humor, a la vez que escrito con la máxima adrenalina.
«En Anagrama, cuando se publica una primera novela esperamos poder hacer “política de autor” y acompañarlo en su carrera in crescendo. Y así ha sido para mí gran alegría el caso de Kiko Amat, a partir de El día que me vaya no se lo diré a nadie, una voz realmente nueva, inesperada. Aquel muy joven aspirante a novelista ha escrito cinco novelas más, ha ido creciendo y siempre sorprendiéndonos con su peculiar sentido del humor. En la editorial todos somos fans y le agradecemos que nos haya hecho disfrutar tanto» (Jorge Herralde).
«Revancha cumple con los tres requisitos que necesita todo libro fundacional: no tiene una genealogía donde cobijarse; es una irrupción que provoca temblores en el panorama literario; cuando lees la última página sabes que ya forma parte de esos libros que te definen y de los que nunca te podrás separar» (Valentín Roma).
«Dura, veloz, violenta, Revancha es una bala perfecta, el reverso literario de la hipocresía» (Lucía Lijtmaer).
«Revancha es lo mejor que he leído en mucho tiempo, la minuciosidad precisa de Richard Price y una violencia muy triste, unas imágenes que hielan la sangre, esa soledad brutal, el cruce tan inquietante entre el miedo y la pena, la euforia en la muerte. Y el amor en medio. Es un puto 10» (Esther García Llovet).
(Contraportada de ed. Anagrama)
Textos
Abre la puerta y el pitbull está allí. Su raza y presencia en la casa son tan previsibles que César no puede evitar fruncir el ceño. El perro levanta los belfos, exhibe encías, dientes y baba. La cara derretida. Sus orejas recortadas están erectas hacia arriba: no tiene miedo. Ninguna ladra. Los pitbulls ladran poco, gruñen mucho, muerden más. No es que le quedase ninguna duda de quién era el hombre, César revisó los informes una y otra vez, realizó indagaciones no rastreables en los lugares donde tocaba realizarlas, pero la presencia del pitbull es como un sello al final del documento. No todos los que tienen pitbulls son culpables, pero todos los culpables tienen pitbulls.
Se abre la puerta del Opium. El Negro-Chino abre la cadenita. Aparece el dueño. Marc Borrell. Catalán, cincuenta bien llevados, esbelto, canas uniformes, piel de pavo laqueado. Traje Hugo Boss negro, de lana, de la nueva colección, un solo botón. En otra situación social le preguntarías cuánto le han clavado por él, si ha tenido que arreglárselo, tocarías el paño de las mangas para confirmar la calidad. Borrell examina su entorno. No está pletórico. Su hermano Lucas es el director del club. Directiva. Hace años su familia era intocable, no se juega con nada que pueda perjudicar aunque sea de lejos al Barça. Uno de los Moreno le cachea, levanta sus brazos, palpa de las ingles para abajo, muslos por dentro, pantorrillas, espalda por encima, hombros también. Borrell soportó el trance con aplomo de colegio privado.
Final de la Recopa. Basilea, 1979. Estabais los cuatro ante el televisor, en la sala de estar, a media luz. Vuestro bloque estaba pegado al bloque del otro lado de la calle, nunca daba el sol pero veíais todo lo que hacían los vecinos. Culo peludo arriba y culo peludo abajo. Peleas a berridos, revolcones de reconciliación con calcetines puestos. El aceite reutilizado y el olor de nicotina fría entraban por el patio interior y el balcón frontal, pero dejasteis las ventanas abiertas, era mayo y hacía bueno. Una sinfonía conjuntada de televisores, cada casa en el mismo canal. Isma y tú estabais en el suelo, sentados sobre las baldosas frescas. El partido iba a empezar. Tu viejo estaba en el sofá, lívido pero contenido. Se aplanaba la camisa una y otra vez, encendía un cigarrillo con la colilla del otro, se recolocaba los calzoncillos así y asá, cargando el trasero, se cogía de la entrepierna de los cafés y la separaba de los huevos. Se bebía los quintos de un trago o los dejaba calentarse enteros. La mamá salió de la cocina con un plato Duralex ambarino, llevaba bikinis para todos, angulares y aplanados como camas recién hechas. Os suena al aparecer en la sala, un haz dorado salió de su canino postizo, el de nacimiento se lo saltó a los quince su propio viejo, tu abuelo, un pelele murciano con cuerpo de araña y cafis de cuello alto a quien se le iba la mano cuando se tostaba a cazallas. Nunca le llegasteis a ver porque Napoleón, cuando se enteró de lo sucedido, al poco de ser novios, le explicó a aquel hombre lo que iba a sucederle si volvía a asomar su enfermera por el pueblo.
Toparon con Paniagua al lado del parque de la Torre del Sol. Tupé negro, camiseta de Ilegales y tejano oscuro. De joven se pintaba las patillas con sombra de ojos, porque no tenía barba, pero ahora ya las llevaba de pelo. Solía pasar a buscar a su hermana. Su madre les decía que el Paniagua era maricón y ateo, se negaba a pasar sus recados, no le abría abajo. Se saludaron. Ey. Ey. Qué pasa. No circulaba ningún coche, la calle adoquinada brillaba por el rocío, crecían hierbasjos entre las piedras. Paniagua dijo que se había topado con Paloma. Que iba como una moto, más de lo habitual, y que casi no se tenía en pie. No la ayudaste, dijo César. Paniagua sofocó un temblor. Se le desprendió un mechoncillo del tupé, que se derrumbó sobre una ceja. Lo he intentado, dijo, pero no me ha hecho ni caso. Ya sabes cómo es, dijo, igual que había dicho Jim. ¡Se ha cortado las mangas de una chaqueta de ante!, añadió. Él creyó que había oído mal. Dijo cómo. Paniagua lo repitió. Me ha dicho que le coartaban los movimientos. Que lo hizo con unas tijeras, en La Cuesta. Quería que sus brazos fuesen libres. Los movía en plan Shiva. Karmaaa, dijo, imitándola, haciendo olas con los brazos. Ni César ni Baldi rieron. Paniagua deshizo la sonrisa, se mordió la uña del pulgar, cayó dos mechoncillos más, el tupé se le desmoronaba sobre los ojos. Le he preguntado si iba para casa. Me ha dicho que no, que subía para el Gladys, que este pueblo es una mierda, que tenemos que irnos ya a California. Yo le he dicho que el Gladys no era California, y que me iba a tomar la penúltima al Flash, que se viniera. ¿Y?, dijo César. Se cruzó de brazos. El otro frunció el ceño.
Erais unos cien, el Cid os dijo que os rompisteis en comandos, empezasteis a bajar por las Ramblas. La fiesta empezó temprano, cuando uno le soltó una gleba a un retratista que pintaba al Che al carboncillo, y otro grupo calentó a unos punkos con perro que salían de plaza Real. Cerca del Liceo un inválido te gritó que en grupo erais muy valientes. Tú te separaste del comando, fuiste hacia él y le echaste de la silla de ruedas como el que vacía un cubo de basura, luego le pateaste el culo. Alguien te dijo que menudo desperdicio, si no sentía nada de cintura para abajo. Os reísteis. La policía se vio obligada a intervenir, pero las órdenes no describían bien el objetivo. Los periódicos dijeron que se habían practicado treinta arrestos, tú sabes que se llevaron por delante a solo tres de los tuyos, los otros veintisiete debieron ser transeúntes con el pelo corto. Los Hare Krisna lo llevan claro hoy, dijiste, a la altura de Liceo, sin dejar de correr, cuando varias furgonas se subieron a la acera y los nacionales que habían bajado de ellas empezaron a detener a paseantes. Los cuatro pieles que te rodeaban se carcajearon.
