
Crítica de ‘La última función’, la nueva novela de Luis Landero
El premio Nacional de las Letras cuenta de nuevo una historia anclada en una cotidianidad entre la realidad y la ficción
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Textos
Ernesto Gil Pérez (Tito para más señas o, como mucho, Tito Gil) entró en el bar restaurante Pino al anochecer de un domingo de enero, unos dos meses antes de la llegada o, más bien, de la aparición de Paula, y estas dos figuras, y los hechos que ocurrieron en ese tiempo, son la materia principal de esta historia.
Por lo que se recuerda, y hasta donde estas cosas pueden explicarse, era una voz muy bien timbrada, melodiosa, dúctil, redonda, que a los pocos años fue ganando en gravedad y hondura, y con tan ricos dejes y vibraciones musicales que, aun hablando en susurros, era posible percibirla de lejos, tan diáfana y cercana como si te hablase al oído. Sabía imitar muy bien las voces de los animales y los acentos de otras lenguas, y hacer de sabio remilgado, de idiota, de hombre o de mujer, de basto o de fino, y cuenta la leyenda que aquel niño conseguía extraerles a las palabras brillos. , matices, posibilidades desconocidas hasta entonces que se escondían en lo profundo del sonido, y que él conseguía sacar y exponer a la luz. En sus labios, hasta los significados ganaban en alcance, en intención y en amplitud.
Pero sí recordaba muy bien el día en que don Ángel Cuervo llevó a sus alumnos a ver una función de teatro en Madrid. Tito se quedó maravillado de aquel artificio de luces, decorados, música, vestuario, y de lo bien que sonaban las voces de los actores en aquel espacio de ensueño, y lo bien que lucían sus figuras y resaltaban sus expresiones y sus gestos, y desde entonces se imaginaba a sí mismo en escena, y esa fantasía arraigó en su alma ya para los restos.
Sí, hablaban de muchos asuntos, de muy diversos temas, pero no de amor, nunca, y, sin embargo, sin saberlo, quizá sin sospecharlo, sí estaban hablando de amor, puesto que casi siempre hablaban del futuro, y el amor y el futuro suelen ir juntos, si es que en el fondo no son la misma cosa. Y así, cuando se dieron cuenta, antes incluso de besarse o de enlazar las manos, ya eran novios. O, si no novios, porque esa palabra no llegó nunca a pronunciarse, se vieron comprometidos, compartiendo el mismo camino hacia el porvenir, pero no el de Paula sino el de Blas. Sin proponérselo, sin desearlo. Se acostumbraron a estar juntos, eso fue todo. O en otras palabras: como dos náufragos en una balsa, fingieron tomar la libre decisión de viajar juntos hacia no importa dónde.
Tal como había predicho Tito, apagadas las luces del diario y encendidas las de la ficción, ya solo hubo un espacio y una sola y prodigiosa realidad. Fue una sensación extraña pasar de lo precario y decadente del local al escenario deslumbrante y fantástico, donde Tito hechizó a todos con su magia de actor. Salió vestido y transformado en mujer, en niño, en gitano, en gánster, en caballo y jinete a la vez, y en una de esas apareció disfrazado y con la figura de la propia muerte y, mientras el escenario se iba llenando de humo rojo. , él comenzó una recitación que acabó en un canto medio litúrgico, algo entre hablado y salmodiado, y en un tono tan bajo y fúnebre que dejó sobrecogido al auditorio.
