Fragmento de mi relato sobre el asesinato de García Lorca
Nuestra consigna es no malgastar balas. Normalmente, los condenados excavan su tumba, pero esta vez hemos desechado la idea. Los banderilleros no estaban en condiciones de manejar una pala. Los habían machacado a conciencia y respiraban con dificultad. El maestro sólo tenía una pierna y García Lorca era un señorito, poco aficionado al esfuerzo físico. Le hemos exigido que cavara un poco, pero enseguida ha comenzado a jadear. Benavides, de pequeña estatura, corpulento y con cara de paleto, le ha cogido las manos y nos las ha enseñado con aire de burla: “Este no ha trabajado nunca. Ni siquiera sabe coger la pala”. Benavides le ha empujado con desdén y ha comenzado a cavar con furia. El cabo Ajenjo nos ha indicado que le ayudáramos. No hemos profundizado mucho, apenas un metro. “Es suficiente. Los enterradores harán el resto mañana. Acabemos de una vez”.
Los reos bajaron al hoyo mientras les apuntábamos. El maestro perdió el equilibrio y rodó por el suelo, dejando la muleta atrás. Benavides lo levantó de mala manera y lo arrojó a la fosa, propinándole una patada en un costado. Cayó de bruces, hundiendo la cara en la tierra. García Lorca le ayudó a incorporarse, con los ojos llenos de lágrimas. “¿Por qué hacéis esto?” –gritó con desgarro-. ¿Por qué nos tratáis así?”. Benavides fue el primero en disparar. Todos le imitamos. Los cuerpos se desplomaron como monigotes, amontonándose unos sobre otros. El cabo Ajenjo hizo una señal con la mano e interrumpimos el fuego. Benavides sacó su pistola Astra y solicitó dar los tiros de gracia. “Adelante”, dijo el cabo. Benavides saltó al hoyo y disparó dos tiros a García Lorca, reventándole el cráneo. A los demás, sólo les disparó una vez. Después, recogió la muleta y la arrojó sobre los cadáveres.
Esta noche el sueño se demora. No es la primera vez. Nunca pensé que ser el mejor tirador de mi regimiento me convertiría en un matarife. Estoy rodeado de quietud y silencio, pero no logro dormirme. Mi imaginación ha aprendido a repudiar las escenas de muerte, las caras de angustia, el sonido de los cuerpos al ser troceados por las balas, pero jamás se me pasó por la cabeza que fusilaría a un poeta. Estoy tumbado en la cama, con los brazos cruzados detrás de la cabeza y sólo noto el duro aire estragando mis párpados. A veces creo que una rueda de molino gira lentamente sobre mis ojos, transformándolos en polvo. No tengo remordimientos, pero sin duda esto no es para mí.

Rafael Narbona