Lectura: ‘El retrato de casada’, de Maggie O’Farrell

Crítica de ‘El retrato de casada’, de Maggie O’Farrell: retrato de un tigre enjaulado

Tal como hizo con el joven Shakespeare en ‘Hamnet’, la autora dibuja la vida de Lucrezia de Médici de forma brillante

Origen: Crítica de ‘El retrato de casada’, de Maggie O’Farrell: retrato de un tigre enjaulado – El Periódico de España


Textos

Lucrezia se sienta a la larga mesa del comedor, tan pulida que reluce como el agua y cubierta de fuentes, tazas invertidas y una coronita de ramas de abeto trenzadas. Su marido ocupa una silla, pero no en su sitio de costumbre, en la otra punta, sino a su lado, tan cerca que podría apoyar la cabeza en su hombro si quisiera; él desdobla la servilleta, endereza un cuchillo, acerca una vela y de pronto, con una claridad particular, como si le pusieran un cristal de color ante los ojos, o tal vez se lo retiraran, a ella se le ocurre que tiene intención de matarla.


Y, agarrada al alféizar, la vio: una silueta ágil y sinuosa que se mueve en la jaula, de un lado a otro. Más que andar parecía derramarse, como si su misma esencia fuera líquida e hirviera, igual que la lava que supuran los volcanes. Las oscuras rayas de la piel se repetían y se confundían con los barrotes de la jaula. La tigresa era de color anaranjado matizado de oro, fuego hecho carne; era fuerza y ​​furia, era despiadada y exquisita; Llevaba en el cuerpo las señales listadas de la cárcel, como si la hubieran marcado justamente para esto, como si su destino siempre hubiera sido el cautiverio.


Una vez más la incredulidad se le acumula debajo de las costillas como una burbuja de risa. Si no tiene cuidado, lo absurdo de su discurso, el fingimiento, el disimulo, esas miradas engañosas le harán estallar en carcajadas. Su marido, que tiene intenciones de matarla por su propia mano u ordenándoselo a otro, levanta una esquina de la servilleta y se limpia la mejilla dándose toquecitos con la punta como si una gota de sopa en la cara fuera cosa de importancia. Su marido, que busca su muerte, dedica un momento a apartarse de la frente un mechón suelto y finalmente se lo pone detrás de la oreja. Su marido, el asesino, vuelve la cabeza, dice a los criados que comunican a las cocinas que pongan más sal. Como si el aderezo fuera importante para ellos en este instante. Su marido, que va a matarla dentro.


El vestido se desliza alrededor de ella susurrando un galimatías propio: el roce de la seda contra las enaguas, de tela más recia; el estremecimiento de las ballenas de madera del corpiño contra su envoltura; la presión y la fricción de los puños contra la piel de las muñecas; el cosquilleo y el pellizco del rígido cuello contra la nuca; el crujido de la armazón contra las caderas, que parece la jarcia de un barco. Es una sinfonía, una orquesta de telas, y Lucrezia querría taparse los oídos, detenerlas con las manos, pero no puede.


Ella está tan quieta como puede, se desentiende de lo que sucede en el salón, da rienda suelta a los pensamientos. Se convierte en otra persona, se va a otra parte, como hace por las noches, con Alfonso, cuando deja en su lugar solo la piel y el hueso, solo las capas externas. Todo lo demás se retira, huye, se aleja. Piensa en la mula blanca, en el tintineo de las novias cuando cabalga por el bosque; piensa en Sofia, en que estará poniendo los platos y las cucharas en la mesa, o tal vez pidiendo a una compañera que le frote los pies; piensa en el querido insectario de su madre, en la digestión rezumante de los gusanos, en los pegajosos hilos de seda; observe cómo la inquieta superficie del foso refleja su simulacro plateado en las paredes y el techo de este salón. Después le llama la atención algo que ve fuera, por la ventana, que la devuelve al presente, a la habitación.

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