
Irene Solà: “Ha llegado el momento de mirar el mundo desde otras perspectivas, incluidas las no humanas”
Un día que condensa cuatro siglos en una masía habitada por mujeres deformes e incompletas. Así es la nueva novela de la autora catalana, que cambió Londres por Malla, el pueblo de su infancia, cerca de Vic
Textos
La oscuridad era morada y bulliciosa, opaca, grana y azul a un tiempo, zumbadora, pecosa, ciega, espesa, honda y brillante a la vez. Estaba infestada de gusanos, de ramas, de temblores, de venas y de manchas indiscernibles que eran las paredes barrigudas de una habitación, el techo, una cama, una mesita de noche, una cómoda, una puerta y una ventana. Las tinieblas crepitaban. Se agitaban, murmuraban. Roncaban. El ronquido era nasal, mortecino y áspero. Crujía, engullía y se ahogaba. El bramido manaba de la cama, del bulto que dormía en medio. Una mujer vieja. Corpulenta. Bernadeta tenía los ojos cerrados, los párpados de lagartija, sin pestañas, la boca abierta, los labios de color lila desvaído, y el pelo grasiento y largo, esparcido por la almohada. Era fea. O eso creía la otra mujer, Margarida, que estaba sentada a su lado en una silla de mimbre, con las manos juntas en el regazo, dando vueltas a los pulgares. En la cama, Bernadeta tragó una vaharada tosca de aire, abandonó un resuello ronco a medias y dejó de respirar. Fuera se oyó el canto de una lechuza y después, silencio. Margarida detuvo los pulgares. Estiró el cuello, observó a la vieja y, por un momento, creyó que ya estaba. Que era el fin. Pero la sima oscura de la boca de Bernadeta suspiró, inhaló y reanudó el runrún. Y Margarida volvió a apoyar la espalda en el respaldo de la silla y siguió girando los dedos. Era una vieja canija con cabeza de gorrión, ojos severos, boca inflexible, mejillas secas, cuello enjuto y hombros caídos. Y rezaba. Llevaba rezando toda la noche, pobre Margarida.
La ventana de la cocina era angosta y honda como el agujero de una oreja. Dejaba pasar una luz indirecta, tempranera, azulada, que desleía las formas y los colores. Las paredes desconchadas y la campana del hogar eran blancas, las manchas de humedad, grises, la encimera era amarilla, las ranuras del fregadero eran negras, los armarios eran de tonos tostados con tiradores metálicos picados de óxido, el suelo era de baldosas grana, los escaños, las sillas y la mesa eran de madera de pino, con diferentes pátinas de desgaste y de barniz. La cocina tenía dos puertas. Una maciza, con dos peldaños, que se abría a una despensa morada y fría como un hígado. Y otra con cuarterones de cristal que daba al zaguán.
Con los ojos como agujas, Margarida escrutó el verde traidor de los árboles. Sabía desde hacía días que el demonio volvía a pasearse por esos bosques y que merodeaba alrededor de la casa. Pero avisado estaba. Porque si el enemigo se acercaba, si el pie hendido, si aquel que come moscas se acercaba, Margarida invocaría a Dios, a Jesús, a la Virgen y a todos los santos del Cielo y a todos los ángeles, y desde la ventana le gritaría, «Asesino cobarde, bestia traidora, ¡buitre!, ¡ladrón!, ¡fuera, fuera!», y le tiraría todo lo que tuviera a mano.
Dolça no había terminado de barrer. Tardaba mucho en hacer todo lo que le mandaban porque se distraía. Pensaba en el Filet y en las cosas que le decía, o en el Bonatarda y en los besos que le daba, en el Mal Aquí, y después en el Lleig, y en el Nen Jesús… y la lista nunca se terminaba, porque la retahila de amores y amantes de Dolça era tan larga que no tenía fin, y cuando la repasaba se despistaba, y barría tres veces el mismo sitio, y pisaba los montoncitos de basura que ya había acumulado, y todo lo recogido se le volvía a esparcir.
Y cuando se fueron para siempre, de noche, como si huyeran, no le dijeron ni adiós. Pero entonces Margarida lo entendió. Con el corazón en un puño. La cama de sus hijos estaba vacía y las mantas, frías, y Margarida lo entendió. Sabía que, por culpa del pacto que Joana había hecho y deshecho con el diablo, a ella le faltaba un cuarto de corazón y a Blanca le faltaba la lengua. Que aquella hermana suya amarillenta que se llamaba Esperanza había nacido sin hígado. Al heredero le había faltado el agujero del culo. A Esteve, una oreja, a Guilla, el nombre, a Ángela, el dolor, a Martí el Coix, medio palmo de una pierna, y a Bernadeta, las pestañas, y después entendería que a Dolça le faltaba la cola de cabra, a Marta la memoria y a Alexandra, ¡a saber qué le faltaba a Alexandra!, de todo, paciencia, espíritu de sacrificio, sangre en las venas, empuje, respeto…
