Lectura: «Las tempestálidas». Gueorgui Gospodínov


Textos

En un momento dado, les dio por computar el tiempo. Cuándo dio comienzo el tiempo, en qué momento se concibió el mundo. A mediados del XVII, un obispo irlandés, Usher, quiso ofrecer un cálculo preciso. No solo el año, sino la fecha exacta del inicio de los tiempos: el 22 de octubre del 4004 a. de C. Y cayó en sábado, por si había dudas. Algunas fuentes aseguran que Usher señaló también la hora: a eso de las seis de la tarde. ¿Sábado por la tarde? Por mi parte, lo compro totalmente. En qué otro momento de la semana, aburrido de la vida, iba a ponerse el Creador a engendrar el universo. Y a procurarse, de paso, algo de compañía.


Pues bien, Gaustín y yo montamos la primera clínica para producir pasado. En realidad, la montó él, yo era solo el ayudante, el recolector de pasado. No era fácil. No puedes simplemente soltarle a alguien: aquí está tu pasado de 1965. Tienes que conocer sus historias, y si a esas alturas ya no puedes conseguirlas, tienes que inventarlas. Saberlo todo sobre ese año. Qué peinados estaban de moda, cómo de afiladas eran las punteras de los zapatos, a qué olían los jabones, el catálogo completo de aromas de aquel año. Si la primavera fue lluviosa, qué tiempo hizo en agosto. Cuál fue la canción número uno. Las anécdotas más importantes del año, no solo las noticias, sino los rumores, las leyendas urbanas. Las cosas se complicaban dependiendo del pasado que querías que te ofrecieran. ¿Querrías tu pasado del este, si ese había sido tu lado del Muro? O al revés, ¿querrías vivir precisamente aquel pasado que te había sido negado? Atiborrarte del pasado ajeno como si fuesen los plátanos con los que habías soñado toda tu vida.


En todas las epopeyas antiguas existe un enemigo fuerte con el que medirse: el Toro del Cielo y Gilgamesh, el monstruo Grendel, su madre y al final el dragón que hiere a muerte al viejo Beowulf, todos los monstruos, toros y demás en las Metamorfosis de Ovidio, el cíclope en la Odisea y un largo etcétera. En las novelas actuales los monstruos han desaparecido, se han ido junto con los héroes. Cuando no hay monstruos, tampoco hay necesidad de héroes. Sin embargo, sí que hay un monstruo. Hay un monstruo que nos acecha a cada uno de nosotros. La muerte, dirán ustedes. Sí, sí, la muerte es su hermana. Pero la vejez es el monstruo.


Valiente robo, la vida… ¿No? Y el tiempo. Qué arteros ambos. Peores que el peor salteador de caminos, emboscado a la espera de la inocente diligencia. A este bandido solo le interesa tu saco lleno de monedas y el oro escindido. Si eres dócil y se lo entregas sin lucha, te perdonará lo demás: la vida, la memoria, el corazón, la minga. Pero aquel otro —la vida, el tiempo— viene y se lo lleva todo: la memoria, el corazón, el oído, el colgajo. Ni siquiera selecciona, agarra lo primero que ve. Y, por si fuera poco, se mofa de ti. Vuelve pellejos tus pechos, torna las nalgas macilentas, te arquea la espalda y te llena de canas el cabello que ya empieza a ralear mientras hace brotar pelos de las orejas y te esparce lunares por el cuerpo, manchas en manos y cara, te hace balbucear sandeces o enmudecer, al fin chocho y senil, después de vaciarte los bolsillos de palabras. Hijo de puta. Llámalo tiempo, vida, vejez, da lo mismo, son todos de la misma banda. Idéntica escoria. Al principio, el muy canalla intenta mostrarse educado, roba dentro de unos límites, se desliza como un carterista, sin que te des cuenta, y arrambla con pequeñas cosas: un botón, un calcetín, un leve pinchazo arriba a la izquierda, dos dioptrías, tres fotos del álbum, unos pocos rostros, cómo era que se llamaba ella, di, cómo se llamaba ella…

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