
Crítica de ‘Fortuna’, de Hernán Díaz: el dinero como ficción
Tras la excelente ‘A lo lejos’, el autor norteamericano de origen argentino se adentra en una impresionante reflexión sobre la naturaleza económica de la literatura
Origen: Crítica de ‘Fortuna’, de Hernán Díaz: el dinero como ficción | El Periódico de España
Textos
Los templos dedicados a la riqueza –con sus liturgias, fetiches y vestiduras– nunca habían conseguido transportar a Helen a un reino más elevado. No la extasiaban. Cuando entró por primera vez en la fastuosa morada del señor Rask, nada le infundió el cosquilleo del deseo, ni tampoco le hizo sentir aquella excitación indirecta y momentánea que producía imaginar una vida desprovista de restricciones materiales.
Helen y Benjamin dedicaban un tiempo considerable a leer los informes de sus empresas y a reunirse con científicos. Como ambos poseían mentes depredadoras (ágiles, rápidas, voraces), aprendieron deprisa. Pronto fueron capaces de leer abstrusos trabajos de investigación y tratados académicos y de hablar de ellos con conocimiento de causa. Su deseo de aprender sobre las innovaciones más recientes en el campo de la química era sincero, pero también es cierto que ambos persistían en aquella dirección porque en la farmacología habían encontrado por fin un interés compartido, un tema del que podían conversar apasionadamente, maravillándose al mismo tiempo de la pericia intelectual del otro.
Mildred debió de notar o adivinar que su enfermedad era incurable. Siguió mostrándose igual de dulce que siempre, pero su jovialidad y alegría dieron paso a una serenidad y un aplomo nuevos. Parte de ella ya había ascendido a un reino superior. Ejemplos de la sabiduría inocente de Mildred durante aquella época. Sus ideas sobre la naturaleza y Dios. Último paseo por el bosque. Incidente tierno con un animal. Solo una vez me atreví a interrumpir la tranquilidad de su rutina, cuando conseguí llevarle el cuarteto de cuerda del Grand Hotel Saint-Moritz al sanatorio para que le dedicaran un concierto privado. El director y algunos de los médicos se nos unieron para celebrar aquella velada inolvidable. Yo le había pedido al cuarteto que tocara algunas de las piezas favoritas de Mildred. Nombrar algunas. No sería exagerado decir que se vio transportada. Al terminar el recital se la veía llena de vida y de vigor, casi como si hubiera sido curada
Era un tipógrafo manual a quien le resultaban ofensivos los nuevos sistemas automatizados. Decía que se había perdido el toque humano. La linotipia y todas las demás máquinas le habían robado el alma a la página. Antes las líneas de texto se componían, decía siempre, moviendo las manos como un director de orquesta. Eran unas líneas melódicas, añadía invariablemente, por si acaso su oyente no había captado el paralelismo con la música. Ahora ya no hacía falta talento alguno. Solo pulsar letras y palabras en un teclado. Él era lo bastante joven cuando se introdujo aquella nueva tecnología y la podría haber aprendido con facilidad. Pero se había negado. El hombre se había convertido en la máquina de la máquina. Él presentaría batalla.
De hecho, contar de nuevo las historias de aquellos libros supuso una parte esencial de mi educación literaria. Mientras cenábamos, le narraba novelas enteras a mi padre, anotadas con mis conjeturas y predicciones. Fascinado, él seguía hasta el último detalle de la trama, y aprendí a llevarlo por sendas engañosas y a hacerle perseguir pistas falsas para aumentar su sorpresa ante la revelación final. Se quedaba tan cautivado que se olvidaba de comer. «¡Mira! ¡Mi comida! ¡Fría otra vez! Culpa tuya», solía decir al acabar, riñéndome en broma mientras nos reíamos.
