El primer poema que escribí un día se me ocurrió mientras volvía a casa de la escuela. Me puse a ello -era un día de marzo-y le dediqué horas, de manera que llegué tarde a cenar en casa de mi abuela: lo terminé, pero se cobró su precio. ¿Y qué le dio pie? ¿Qué lo alimentó? Muchos hablan – me pregunto si son sinceros- de lo mucho que les cuesta escribir, de la agonía que supone. Se han citado a menudo mis palabras: «Si no llora el autor, no llora el lector. Si no hay sorpresa para el autor, no la hay para el lector», pero también dije que pese a toda la tristeza, que no haya rencor debe haber pena sin rencor. ¿Cómo puedo yo, cómo puede nadie, disfrutar haciendo algo que supone demasiada agonía, cómo es posible? Qué quiero comunicar más que el hecho de que lo he pasado en grande escribiendo lo que escribo? La poesía es toda ella pericia, esa proeza de asociar. ¿Por qué no hablan los críticos de estas cosas, de la gran proeza que fue lograr ese giro, de la gran proeza que supuso recordar tal cosa o conseguir que tal cosa te recordara otra? Por qué no hablan de eso? Hay que realizar la proeza. No lo dicen, pero hay que vencer, hay que cumplir una misión, en todos los ámbitos: la teología, la política, la astronomía, la historia y la vida del país en el que vives.
Entrevista con Robert Frost (“The Paris Review”. 1953-1983)
