Lectura: «Los vencejos». Fernando Aramburu


Textos

Dentro de lo que cabe, ella está bien. Un poco torcida de espalda y muy delgada. Ayer, cuando me dirigía al ascensor, una cuidadora me comunicó que mi señora madre acababa de conciliar el sueño. Tomé asiento al costado de su cama y me dediqué a observarla. Yo advierto serenidad en sus facciones. Eso me da mucha satisfacción. Si la viera sufrir, me volvería loco. Respiraba con tranquilad y me parecía percibir la insinuación de una sonrisa en sus labios. Es posible que en el sueño ella vea imágenes del pasado, aunque dudo que sepa atribuirles un sentido. Presiento que mamá seguirá con vida el año que viene por estas fechas. Si alguien le fuera entonces con la noticia de mi fallecimiento, ella no la entendería. Ni siquiera notará que he dejado de visitarla. He ahí otra ventaja de padecer alzhéimer. En un momento dado, acerqué la boca a su oído y le susurré: «Me voy a quitar la vida el último día de julio del próximo verano». Mi madre continuó durmiendo sin inmutarse. Añadí: «Una vez te vi escupir en la sopa de papá».


Estoy con Amalia en una habitación del Altis Grand Hotel, en Lisboa, adonde habíamos ido a pasar unos días de asueto aprovechando las vacaciones de Semana Santa. Antes de ponernos en camino habíamos tomado el acuerdo de pagarlo todo a escote. Fue idea suya hacerlo así. Llevamos poco tiempo juntos; pero ya rige entre nosotros una ley tácita según la cual ella propone y yo no me niego. Nadie nos la impuso. Con el tiempo, esta ley sufrirá una degeneración paulatina que otorgará a Amalia plenos poderes para decidir sobre cualesquiera asuntos comunes sin consultarme, en parte porque yo me desentiendo, en parte también porque ella tiene un carácter que se adapta de maravilla al ejercicio del poder y por temor a que mi torpeza, mi indecisión, mi ignorancia originen problemas o empeoren los que ya tenemos.


Aún no llevaba tres años en el instituto, estaba a punto de ser padre, sentía que la necesidad de ganar un sueldo todos los meses me apretaba el cuello como un dogal, debía hacer méritos, conseguir aceptación; en una palabra, someterme. Hoy ya no tengo duda de que así es como caemos en la trampa social, matamos nuestra juventud y traicionamos nuestros ideales. En esto consiste la madurez, en resignarse a hacer un día y otro y otro, hasta la jubilación e incluso más allá, lo que a uno no le apetece. Por conveniencia, por necesidad, por diplomacia, pero sobre todo por una cobardía que se va convirtiendo en hábito. Si te descuidas, acabas votando al partido aquel que tanto aborreciste.


Este es mi hijo. Un inútil de veinticinco años convencido de haber venido al mundo para cumplir la importantísima misión de destruir figuras móviles en la pantalla de un ordenador.


Sin la menor duda, de todos mis odios, es este dirigido a mi difunto padre el que más me complace. De hecho, lo estoy celebrando esta noche con una copa de coñac, mientras escribo. Sucede lo de costumbre; se nos muere un miembro de la familia y nos entristece haberlo dejado marchar sin decirle lo mucho que lo odiábamos o lo queríamos, o ambas cosas alternadamente. Lo siento, papá, pero no tuve arrestos para plantarme un día ante ti, posar una mano sobre tu hombro y decirte con la voz serena y firme, mirándote a los ojos, que eras un tipo raro, mitad dios, mitad cerdo.


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