Lectura: «Bajo la superficie». Daisy Johnson

Gretel, la protagonista treintañera de esta fascinante y a ratos perturbadora novela, se reúne con su madre, Sarah, que ahora sufre de alzhéimer, dieciséis años después de que ésta la abandonara. Gretel es lexicógrafa y se gana la vida actualizando entradas de diccionarios, así que sabe bien que las palabras no son inmutables: tampoco lo son los recuerdos ni la vida que se ha construido sobre ellos. Hasta el momento, Sarah ha sido para su hija «como un fantasma sentado a su mesa que devora toda la comida», pero cuando, después de una incansable búsqueda, por fin tiene la oportunidad de formular las preguntas que la atenazan desde que era una adolescente, la memoria de su madre ya no es una línea recta, sino sólo una confusa serie de círculos deflectores que se trazan para luego desdibujarse.

Antes de la separación, madre e hija vivieron juntas en una casa flotante en los canales de Oxford, un entorno de aislamiento salvaje, plagado de supersticiones y de gente a la que no le gusta estar en tierra firme mucho tiempo. Un escurridizo territorio remiso a la ley y a la geografía donde viven libres y soberanas, pero acechadas por el Bonak, una criatura mítica, que sea en forma de tormenta que amenaza su barco o de incendio que arrasa el bosque, es la encarnación de todos sus temores. Su «normalidad» queda trastocada con la aparición de Marcus, un joven vagabundo al que dan acogida en su barco y que llega de manera tan misteriosa como desaparece. ¿Qué secreto se oculta en la figura de Marcus?, ¿qué pasó realmente aquel último invierno en el río?

En una suerte de reelaboración del mito de Edipo en clave transgénero, y con una maestría insospechada en una escritora de tan sólo 28 años, la finalista más joven del premio Booker, Daisy Johnson aborda asuntos como la complejidad de las relaciones entre madres e hijas, los prejuicios de género o la construcción de la propia identidad sobre los cimientos de vivencias poco convencionales. Johnson nos invita, con una escritura intensa, calma, como una nota sostenida, y el encantamiento propio de los cuentos infantiles, a atravesar un intrincado laberinto de emociones turbias, atmósferas sobrecogedoras y destinos inevitables.

(Contraportada de la edición de Periférica)


Textos

Pasas la mayor parte del tiempo sentada impasible en el sillón con la vista clavada en mí. Padeces un caso agudo de eccema en las manos que nunca habías tenido y te las rascas con los dientes. Trato de que te sientas cómoda, pero —acabo de recordarlo— a ti la comodidad te incomoda. Rechazas el té que te traigo, no quieres comer, apenas bebes. Me apartas de un manotazo cuando me acerco con unos cojines. Quita, no me atosigues, déjame en paz. Y eso hago. Me siento a la mesita de madera que queda frente a tu sillón y te escucho hablar. Tienes una resistencia agresiva que nos tiene en vela noches enteras sin apenas tregua. De vez en cuando dices: voy al cuarto de baño, te levantas del sillón como un doliente agachado al lado de una tumba y te limpias un polvo invisible de la parte delantera de los pantalones que te he dejado. Me voy, dices, y te diriges muy digna a las escaleras, donde te giras para dedicarme una mirada que viene a significar que, sin ti, no puedo continuar, que ésta no es mi historia, que debo esperar a que hayas regresado. A medio camino escaleras arriba me sueltas que una persona debe ser dueña de sus errores y aprender a vivir con ellos. Abro uno de los cuadernos que he comprado y escribo todo lo que alcanzo a recordar. Tus palabras resultan casi apacibles en la página, en cierto modo desarmadas.


He estado pensando en el rastro que dejan nuestros recuerdos, en si éste permanece inmutable o cambia a medida que los reescribimos. En si los recuerdos son sólidos como casas y peñascos o se deterioran rápido y los reemplazamos, los recubrimos. Todo lo que recordamos se degrada y se digiere, nunca es lo que era en realidad. Esto me angustia, me inquieta. Nunca llegaré a saber lo que pasó exactamente.


Volvió a subir la cremallera. Se tapó la cabeza con las mantas. Siempre había creído que unas personas sabían más que otras, y una de esas personas la había prevenido sobre lo que iba a hacer: si Margot regresaba, mataría a su padre. Si regresaba… Aún no podía pensar en lo siguiente, pues no estaba en un idioma que cupiese en los huecos de sus mejillas: sabía a polvo, a yogur caducado o a tostada quemada.


A Charlie y a ti os costó casi cinco meses ponerle nombre. Él la llamaba según se le antojaba cada semana; utilizaba los nombres de los pájaros que veía en el río —garza, pollita, patito— o palabras cuyo sonido le gustaba. Se pasó llamándola Chitón una semana mientras ella lo escrutaba con curiosidad. Un día la llamó Gretel y así se quedó. Tú se lo dijiste en voz baja para ver si le sentaba bien, y ella te miró con aquellas meticulosas arrugas de extrañeza en la frente.

Daisy Johnson
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