
Lucía Lijtmaer: ‘Cauterio’, de Lucía Lijtmaer: ese trapo sucio llamado amor
Nueve de cada 10 veces sale mal la propuesta literaria de dos historias paralelas separadas en el tiempo y en el espacio. Unidas por hilos artificiosos o manejados con solvencia por su autor. Por lo general, en esas nueve veces de 10, hay una historia que pesa más que la otra, es más verosímil, tiene más interés o consistencia. El problema a veces es que se están dejando ver las tripas de un libro que no pudo ser al tratar de urdir la treta de escribirlo mientras se dice que no se escribe. Pero Cauterio, de Lucía Lijtmaer (Buenos Aires, 1977), es esa una de cada 10 veces […]
Origen: Lucía Lijtmaer: ‘Cauterio’, de Lucía Lijtmaer: ese trapo sucio llamado amor | Babelia | EL PAÍS
Textos
Durante mucho tiempo solamente me quiero matar. Fantaseo con dejar de existir, con dejar de tener cuerpo, y esa idea me resulta inevitable y pacífica. Al principio ansío la placidez de un mar de barbitúricos, un mar como después de una tormenta, como una playa caribeña sin oleaje. Pero poco a poco la fantasía se sofistica, y la imagen más recurrente que se instala en mi cabeza es que el suelo del piso en el que vivo se curva hacia los lados, las esquinas se convierten en toboganes y resbalo por ellas, sin poder agarrarme a nada, y como si todo formara parte de un experimento sádico, caigo al abismo hasta la tela asfáltica que recubre el patio interior de la finca.
El peso del cuerpo me hizo recordar a mi madre y sus palabras: tienes caderas para parir, anchas y fuertes, es lo único bueno que dijo jamás de mi cuerpo, ella, que siempre me obligaba a llevar ropa que lo empequeñecía, que me dañaba la piel, demasiado pecho, demasiadas caderas, demasiado de todo. Pero aquel día junto a los caballos vi cómo él adivinaba mi cuerpo bajo mi vestido, lo adivinaba sin nada encima, y supe que tendría que engendrar sus hijos, y concentré toda la sangre allí abajo, la sangre que sabe a cobre pero que es de hierro fundido, y le miré a los ojos y él me aguantó la mirada.
Es cierto que, a veces, por las noches, sin decírselo a nadie, ni siquiera a mí misma, anhelo la vida que tenía antes de conocerte. cuando salía, bailaba, era otra persona, parecida pero distinta. Una vida propia, no digo. Propia, no llego ni a pensar. Es cierto que hay cosas que no le cuento a nadie, y mucho menos a mis amigas que ahora veo en estas cenas caseras: no explico que el sexo, después de los primeros meses, es ahora poco e infrecuente. Que de los malentendidos hemos pasado a las discusiones. y cuando discutimos, siempre tengo que ceder yo y pedir perdón, porque me he equivocado, discúlpate, haz el favor, qué te cuesta, pienso, y después de mis llantos y una angustia que me cercena la garganta, tú accedes a aceptar mis disculpas, con reticencias, y luego nos hacemos regalos de reconciliación. Desde aquella primera planta, que crece en la terraza, esplendorosa, casi siempre hago yo los regalos, y sé por qué. Porque siempre discutimos por mi culpa. Eso es innegable, desde que estoy contigo se me está agriando el carácter, pese al amor.
