Lecturas: «El dolor de los demás». Miguel Ángel Hernández

Tres cuestiones quisiera adelantar antes de entrar en materia, que también es una manera de entrarle a la nueva novela de Miguel Ángel Hernández, «El dolor de los demás». El enigma que se plantea no es el criminal con el que se juega durante todo el relato, sino el humano. Segunda cuestión, el asunto que convoca esta novela no era el que se podía esperar de su autor, una vez leídos sus libros anteriores, todos ellos de una gran solvencia narrativa y estilística. Y tercero, después de su lectura se corrobora una ley no escrita: de ninguna investigación sobre los demás se sale indemne, nadie sale como entró. En líneas generales, esta es la atmósfera literaria y temática de esta novela, de la que no dudo que creará escuela en nuestro país.

Miguel Ángel Hernández escribe la novela que estamos leyendo porque un escritor amigo lo animó a hacerlo. A ese amigo, nuestro autor le comentó un hecho luctuoso ocurrido en su pueblo hace casi 25 años, un hecho en el que él estuvo emocionalmente muy involucrado. Un amigo de la infancia y adolescencia mató, la Nochebuena de 1995, a su hermana para luego arrojarse a un precipicio. El amigo le responde que ahí hay una novela. Así comienza Hernández a esbozar su historia. Para ello recurre a modelos narrativos que ha leído: Emmanuel Carrère, Delphine de Vigan. Luego viene el trabajo de campo. Entrevistas, anotaciones, comentarios oídos en el pueblo con gente que casi fue testigo de los acontecimientos. A la vez, el autor es acosado por periodos de remordimientos, contradicciones, interrogantes sobre si debe acometer esta indagación casi detectivesca. Si debe hacerlo empleando la frialdad del investigador o tratar de saber cómo su mejor amigo pudo cometer semejante crimen. A medida que pasa el tiempo, la novela que escribe Miguel Ángel Hernández sufre demoras, inconscientes o conscientes, obligadas, o simplemente desesperanzadas de que este trabajo sirva para algo más que saciar una morbosa curiosidad.

Miguel Ángel Hernández. El dolor de los demásEl dolor de los demás se desarrolla en dos niveles narrativos, el presente en que se recaba información para escribir la novela y el pasado, donde el autor, narrado en una ejemplar segunda persona del singular, reflexiona sobre los momentos casi exactos posteriores al crimen. Si en el primer nivel el narrador no atina a saber qué ocurrió hace unas pocas horas, en el segundo todo se encamina a saber. O a saber hasta cierto punto, dejando claro que nunca se sabrá absolutamente todo lo que ocurrió en aquella habitación donde un hombre mató a su hermana.

Obsérvese bien la portada de la novela. Porque ahí está parte del secreto que se nos narra, ahí el autor encontró, como el protagonista de «Las babas del diablo», el célebre cuento de Julio Cortázar, el mecanismo de una ausencia sintomática en toda la novela que leemos. La persona que el autor no podía ver, pero que existía. La víctima que el amigo ausente le impidió ver. Miguel Ángel Hernández ha escrito una novela mayor en su tesitura. Y la mejor que he leído en mucho tiempo, en castellano o traducida, sobre el dolor de los demás y la pregunta de si, al final de todo lo enormemente triste que nos ocurrió, podemos perdonar.

Ernesto Ayala-Dip. Babelia


 

Textos

Han entrado en la casa de la Rosario, dice tu padre desde la habitación de al lado, han matado a la Rosi y se han llevado al Nicolás. Es lo primero que oyes. La voz que te despierta. La frase que ya nunca podrás olvidar. Por un momento, prefieres pensar que forma parte de un sueño y permaneces inmóvil bajo las sábanas. Son las cinco de la madrugada y apenas has conseguido dormir. La cena de Nochebuena no te sentó bien y llevas varias horas dando vueltas en la cama. Han matado a la Rosi y se han llevado al Nicolás, escuchas ahora a tu padre decir con total claridad. Es entonces cuando abres los ojos y, sin entender todavía nada, saltas de la cama, te vistes con lo primero que encuentras y sales corriendo hacia la sala de estar.

Eso era yo. Un gordo que leía en un mundo en el que nadie lo hacía. Porque en mi casa no hubo libros hasta que yo comencé a traerlos. Primero, prestados, de la biblioteca del colegio; después, del instituto y de las bibliotecas de todos los pueblos circundantes. Y luego, más tarde, comprados. En la librería del pueblo y en el quiosco de la plaza. Nuevos y de segunda mano. Clásicos y contemporáneos. Dostoievski y Stephen King. Herman Hesse y Dean R. Koontz. Aún no tenía criterio. O mi criterio era que todos los libros eran buenos y había que leerlos. Y eso es lo que hacía. Hasta que me dolían los ojos y comenzaba a ver borroso. Hasta que la realidad se desvanecía y un espacio diferente se abría frente a mí. Como las noches que pasé en vela ante El pequeño vampiro, con ocho años, en una silla de la cocina, cuando aún no tenía habitación propia. O la semana entera que me recluí a leer dos veces La historia interminable bajo la colcha del sofá, como Bastian Baltazar Bux, iluminando las páginas con la linterna cuadrada que mi padre utilizaba para regar los limoneros las noches de tanda. Lo pienso ahora y creo que esa imagen condensa mis dos mundos. El mundo de debajo de la colcha del sofá y el mundo de afuera. El universo de los libros y la vida de la huerta. El territorio hacia el que quería huir y el espacio en que me había tocado vivir, un mundo viejo y pequeño, cerrado y claustrofóbico, un lugar donde pesaba el aire.

La tarde que entré a ver lo que había hecho mi hermano Juan en la casa volví a palpar aquella fuerza gris y pesada de la enfermedad. La tristeza, el abatimiento y la desesperación seguían impregnando todos los rincones. Los de la casa y también los de la memoria. Me costó entonces evocar las risas y los momentos de felicidad, como si una masa viscosa me impidiera ver con claridad más allá de aquella emoción oscura. Solo ahora, cuando escribo estos párrafos, comienzo a distinguir las otras energías que también anidan en la memoria de ese espacio. Los instantes sepultados por el desconsuelo, los recuerdos luminosos acallados por el rumor de la aflicción. Me obligo a evocarlos ahora, a pensarme allí, entre mi madre, la Nena y mi padre, sentado en torno a la mesa camilla, al calor del brasero recién preparado, con una taza de chocolate con leche, viendo El coche fantástico, El gran héroe americano o El halcón callejero después de las noticias, tomando las monedas que la Nena me daba a escondidas sin que nadie se enterase, riendo los chistes que mi padre contaba con acento andaluz o trasnochando con mi madre para ver, sin hacer caso de los dos rombos y sin enterarme demasiado, Mis terrores favoritos, de Chicho Ibáñez Serrador. Los cuatro allí, en la casa, en el salón, habitando el presente, sin saber nada del futuro, sin ser conscientes de estar acariciando en esos momentos algo parecido a la felicidad.

Te levantas de la cama y te sientas junto al escritorio. Abres un cuaderno, coges un bolígrafo negro y pruebas a escribir alguna palabra. Buscas algo que resuma tu experiencia y pueda apresar el momento. Pero aún no eres escritor. Y las palabras se transforman en líneas y espirales que atraviesan el papel. Garabatos sin forma que no puedes reconocer. Dejas que el brazo se mueva por sí solo. No eres tú quien dibuja. Es tu cuerpo. No eres tú quien pasa las páginas. Son tus manos. Tú estás en otro lugar, lejos de allí, perdido, sin tener demasiado claro cómo regresar. Al volver al mundo real, arrancas las páginas y lo tiras todo a la basura. Veinte años después, cuando escribas una novela, recordarás ese cuaderno de garabatos sin forma y pensarás que ahí estaba condensado todo lo que sentiste. Intentarás evocarlo con palabras y serás consciente de tu fracaso. Aún no lo sabes, pero ya lo intuyes: las palabras siempre fallan; la escritura nunca llega al fondo de las cosas. Con suerte, lo bordea, lo toca, puede rozar la herida. Pero ese lugar siempre permanece oscuro, opaco, indescifrable, como los garabatos que ahora decides desechar.

 

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Miguel Ángel Hernández. El dolor de los demás

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