Quien escribe corre dos peligros: el peligro de ser demasiado bueno y tolerante para consigo mismo, y el peligro de despreciarse. Cuando se desea demasiado bien para sí mismo, cuando se siente lleno de simpatía por todo lo que piensa y escribe, lo hace entonces con una facilidad y una fluidez que deberían despertar sus sospechas. No tiene sospecha alguna porque en su espíritu relampagueante de un vano fuego no hay lugar para sospechas o juicios y todo aquello que inventa, piensa y escribe le parece felizmente legítimo, útil y destinado a alguien. Cuando, por lo contrario, empieza a despreciarse, abate prontamente sus propios pensamientos, los derriba apenas se alzan y respiran, y amontona a su alrededor cadáveres de pensamientos, molestos y pesados como pájaros muertos. O bien, todavía, estando lleno de desprecio para consigo mismo, pero también de una oscura esperanza, escribe y resarciré la misma frase en un folio infinitas veces, con la confianza absurda de que de aquella frase inmóvil surjan de repente y milagrosamente la vitalidad y la reflexión.
Natalia Ginzburg
(A través de «Calle del Orco»)
Busquemos pues el equilibrio, el «justo medio» que diría Lope de Vega.