El narrador Ajay Mishra deja Delhi y emigra a EE UU a finales de los setenta junto a su familia; se establece en Nueva Jersey, convive con un padre alcohólico y supera el traumático accidente de su hermano mayor, Birju; fortalece su espíritu junto a su abnegada madre, esto es, sufre pero medra, como miles de emigrantes lo hicieron antes que él, y alcanza a estudiar en Princeton, donde aprende a hacerse escritor leyendo a Hemingway y asistiendo a las clases de Toni Morrison, Auster o Joyce Carol Oates. «Pas mal». Quien se tome la molestia de leer el (para)texto de la solapa del libro verá que la verdadera vida de Ajay Mishra es la de Akhil Sharma, y que «Vida de familia» es la novela en la que ha querido convertir su biografía, una historia trágica de trasterrados, adaptaciones dolorosas y adversidades constantes, con claroscuros y un final más o menos feliz, con catarsis, superación personal y relación sentimental, como les gusta a muchos americanos. Por encima de todo es una historia de desgracia, pero buena parte de su gracia consiste en la elección del punto de vista, que logra que la perspectiva desde la que el protagonista cuenta la historia resulte central y lateral a la vez, y a un tiempo consternada y desapegada, conmovida pero sin acrimonia. La singular voz de Ajay, entrañable por su honestidad visceral, dulcifica la historia que cuenta y por momentos la hace afable pese a la sarta de infortunios que la conforman. En su voz reconocerá el lector ecos del Holden Caulfield de «El guardián entre el centeno» —el gracejo con el que reproduce la vida cotidiana, la implacable ironía—; y también de «Llámalo sueño», de Henry Roth, el relato de un niño judío al Nueva York de los años treinta; y de algunas novelas y textos de no ficción sobre emigración y poscolonialismo del Nobel V. S. Naipaul.
Sharma maneja con soltura varios registros. Dedica páginas muy plásticas a recordar su infancia cotidiana en una India destartalada e hirviente, y la soltura con la que se ejercita en el costumbrismo salta a la vista. Pero no le interesa el camino realista e historicista emprendido por autores como Vikram Seth o Amitav Ghosh y vira enseguida hacia el melodrama urbano, con fraseo breve, una extraordinaria capacidad para reconstruir la vida doméstica y sus modestos símbolos y diálogos en apariencia no muy elaborados, pero sumamente efectivos. Si no fuera porque Sharma escribe sobre auténticos dramas con algo ciertamente parecido a la fingida candidez para huir de la sordidez, algunas de las páginas de «Vida de familia» traerían a la memoria las de Carver. Hay discurso poscolonial (“mis padres estaban tan orgullosos de que la India fuera independiente como para que al ver una nube pensaran es una nube india”); y crítica feroz al acoso que padece el emigrante antes de que se le abran las puertas del sueño americano; y reproches a la hipocresía, la envidia y la desidia. Con todo, la magia de esta novela radica seguramente en la jovialidad de su narrador, que lo relativiza todo y todo lo transforma en motivo suficiente para seguir adelante. Sí, “qué bello es vivir”, parece decirse Ajay entre párrafo y párrafo, y aun a pesar de las escenas aciagas que le toca escribir. Su particular punto de vista, involucrado hasta la médula, pero distante, lo mantiene en cierto modo alejado de la toxicidad cotidiana, y hasta confiesa que “mientras seguía leyendo a Hemingway” empezó a ver a su familia “como si perteneciera a una novela”. Esa novela es «Vida de familia», que también es —o que sobre todo es— el advenimiento de la vocación literaria del propio Sharma, la historia de cómo su autoayuda fue la propia escritura, la escritura que le ha permitido ser feliz y convertirse aquí en Ajay Mishra.
Javier Aparicio Maydeu. Babelia
Textos
Yo solía pensar que a mi padre nos lo había asignado el gobierno. Lo pensaba porque no parecía que él tuviese alguna utilidad. Cuando llegaba a casa por la noche lo único que hacía era sentarse en su silla del cuarto de estar a beber té y leer el periódico. Con frecuencia parecía enfadado. Cuando emigramos a América ya sabía que el gobierno no le había enviado a vivir con nosotros. Aun así, seguía pensando que no servía para nada. Además me daba miedo.
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El cuarto de baño era estrecho. Tenía una bañera, un lavabo y un inodoro alineados junto a una pared. Mi padre alargó el brazo entre Birju y yo para abrir el grifo. De él brotó a borbotones agua caliente, humeante. Retrocedió y nos miró para ver nuestra reacción. Yo nunca había visto un grifo del que manase agua caliente. En la India, durante el invierno, mi madre madrugaba para calentar ollas de agua en la cocina para que nos bañáramos. Al ver el chorro de agua caliente, como si el hecho de que estuviese caliente no fuera nada del otro mundo, como si existiera un suministro inagotable, tuve la sensación de hallarme en un cuento de hadas, en uno de esos cuentos en que hay una jarra siempre llena de leche o una bolsa de comida que nunca se vacía.
[…]
Aquella noche, durante la cena, ella le dijo a mi padre que había gastado mi dinero en comprar libros. «Qué chico más increíble», dijo ella. «Es muy bueno lo que estás haciendo, Ajay.» Lo dijo en serio. Me senté en el suelo, escondido detrás de la cama, y empecé a leer. Empecé por el primer libro que Hemingway había publicado. Los relatos me aburrieron. No sentí nada cuando leí la historia de las mulas a las que les rompían los corvejones y arrojaban desde un embarcadero en una ciudad sitiada. Por lo que había leído comprendí que la sencillez de la prosa presuntamente permitía al lector formarse su propia opinión. A mí, sin embargo, las mulas no me parecieron auténticas, y tampoco el embarcadero. Hasta entonces sólo había leído sobre Hemingway; nada escrito por él. Había tenido miedo de hacerlo porque ¿qué pasaría si no me gustaba? Al leer los cuentos temí haber malgastado todo el tiempo dedicado a los ensayos críticos. Que no me gustaran los cuentos sin duda revelaba alguna deficiencia mía. Empecé a tomar notas mientras leía. Hacer algo mientras leía reducía la inquietud de que no me interesara la lectura. Me puse a contar el número de palabras de cada frase. Encima de cada una escribía un 3 o un 5 o un 7 en tinta azul. Como sabía que «y» era una palabra importante en las frases de Hemingway, trazaba un círculo alrededor de cada «y». Abundante tinta azul llenaba cada página leída.
[…]
El primer relato que escribí trataba de la tos de mi hermano. Una noche me despertó Birju tosiendo en el piso de abajo y ya no pude conciliar el sueño. Que te despertaran así y que te quedaras desvelado se me antojó lo suficientemente triste para merecer la atención del lector. Además, Hemingway había escrito un cuento sobre un hombre al que le despierta un moribundo que se encuentra cerca y cuya muerte se ve obligado a presenciar. Me levanté de la cama y encendí la luz. Después volví a acostarme con un cuaderno de espiral y me lo coloqué contra las rodillas. Empecé mi cuento en mitad de la acción, a la manera de Hemingway. Escribí: La tos me despierta. Mi mujer tose sin cesar y luego, cuando se ha aclarado la garganta, gime. Abajo, la asistenta va de un lado para otro. La cama de hospital tintinea. Escribí que era una mujer casada porque me pareció que un lector podía identificarse con ella, mientras que un hermano sería demasiado explícito. Acostado, escucho la tos de mi mujer y me resulta difícil creer que se está muriendo. Era raro que una cosa cobrase existencia con sólo escribirla. El hecho de que existiera la frase hizo que la tos de Birju pareciera un poco menos horrible.
[…]
Sentado en la cama, pensé en el modo de concluir mi cuento. Tenía el lápiz en alto, sobre la hoja de papel. Según los ensayos que había leído sobre Hemingway, lo único que hacía falta era añadir al final del relato algo que fuese inesperado y a la vez natural. Me imaginé que Birju se moría; era lo que por fuerza ocurriría a la larga. En cuanto lo imaginé, no quise que se muriera. Me invadió una oleada de amor por él. No quería que se muriese, aunque estuviera enfermo e hinchado. Escribí: Acostado en mi cama escucho su tos y me alegro de que tosa porque significa que está viva. Pronto morirá y ya no me hallaré entre los afortunados cuya mujer está enferma. Afortunados son los maridos cuya mujer tose. Afortunados los que no pueden dormir por la noche porque la tos de su mujer los despierta. Escribir esta historia me cambió. Ahora empezaba a sentir que iba por la vida coleccionando cosas que podría utilizar más tarde: el sonido de una pelota de ping-pong era como una mujer que camina con tacones altos, el flujo de la ducha era como los parásitos en un televisor. Me protegía ver cosas como material de escritura. Cuando un chico buscaba pelea diciendo: «Eres vegetariano, ¿eso quiere decir que no comes coños?», pensaba que podía servirme para un texto narrativo.
Akhil Sharma, Vida de familia