Se ha hecho mayor, qué duda cabe. En los años setenta, Ian McEwan era el joven rebelde que escandalizaba a la impertérrita literatura inglesa con su debut «Primer amor, últimos ritos», esa colección de ficciones sobre psicópatas e incestos. Con el tiempo, se disfrazó de amante demente en «Amor perdurable», sacó de paseo a los sabuesos violadores de «Los perros negros» y se pasó 30 páginas descuartizando un cadáver para «El inocente». Una perita en dulce, vaya.
Pero quien busque a ese obseso del morbo y la lascivia, no lo encontrará en «La ley del menor». El Ian McEwan de hoy es un elegante caballero que reflexiona sin amenazar, sentado en un sillón de su club, con un escocés en la mesita.
La protagonista de esta historia, la jueza de familia Fiona Maye, no vive entre psicóticos peligrosos, sino entre sesudos códigos legales. No atiende casos penales, sino conflictos interculturales. Y su principal problema íntimo es precisamente la ausencia de intimidad. O, ya puestos, de cualquier emoción. Fiona está a punto de llegar a los 60 y dedica toda su energía a su trabajo. No ha tenido hijos. Su matrimonio naufraga en la rutina. Al comenzar la novela, su esposo le anuncia que desea tener una aventura con una jovencita, porque ya no puede más de aburrimiento.
La Razón siempre ha obsesionado a McEwan. Prefiere de protagonistas a intelectuales capaces de poner orden en el caos de la biología cerebral («Sábado»), el medio ambiente («Solar») o las intrigas políticas («Operación Dulce»), tipos brillantes y esclavos de su propia inteligencia. Fiona Maye mantiene la línea. En su historia, la Razón se enfrenta a la Fe.
Mientras su matrimonio se hunde, el juzgado de Fiona recibe el caso de un adolescente testigo de Jehová que padece leucemia y necesita una transfusión urgente. Pero el chico, debido a sus creencias religiosas, se niega a recibir la sangre. Le toca a la jueza decidir si los médicos deben inyectarle la vida contra su voluntad, es decir, si una persona tiene derecho a morir por sus convicciones o si el Estado puede forzarla a actuar racionalmente.
Como un veneno, a lo largo de su carrera, los temas de McEwan han ido atravesando la epidermis y acercándose al cerebro. Lo mismo ha ocurrido con su prosa. Ciertamente, a este autor nunca le ha interesado la pirotecnia. No le atrae el divertido virtuosismo de su compañero de generación Martin Amis, capaz de colocar 12 seudónimos de “pene” en la misma frase. Tampoco tiene la imaginación de Kazuo Ishiguro, que se mueve con la misma soltura en la ciencia ficción o en un cuento de hadas. Lo de McEwan siempre ha sido realismo directo y austero, sin experimentos. Aun así, en sus primeros trabajos, McEwan ponía el acento en la tensión narrativa. Algo terrible siempre estaba a punto de ocurrir. Alguien iba a sacar una navaja para cortarle las bragas a alguien. En cambio, conforme se adentra en el siglo XXI, su estilo va regresando al XIX.
La escritura de «La ley del menor» consiste en una larga enumeración de detalles sobre la Administración de justicia en Reino Unido, la habitación del hospital, el mueble bar de Fiona o los horarios de los funcionarios. La exposición puede volverse exasperante, quizá porque McEwan trata de hacernos vestir el traje gris de su protagonista, o quizá simplemente porque ya no le interesa escandalizar. Se ha jubilado como provocador para asumir el papel de conciencia moral de su sociedad, igual que uno deja de ser un alegre soltero y empieza a llenar la declaración de la renta.
Y sin embargo, aunque ya no lleve un cuchillo entre los dientes, McEwan se mantiene fiel a sus esencias. Si en el siglo XX el tabú era el sexo o la historia oculta de Occidente, hoy el tabú es la Fe: esa pulsión ilógica que hace a la gente actuar de modo extraño… O poner bombas.
La Europa de hoy es Fiona Maye, esa funcionaria racional que cumple todas las normas, pero se siente insatisfecha consigo misma, se enfrenta a gente que no entiende y se pregunta si sus herramientas conceptuales bastarán para sobrevivir. Con su historia, Ian McEwan vuelve a meter el dedo en la llaga y retiene el título de gran explorador de nuestros miedos.
Santiago Roncagliolo. Babelia
Textos
Al otro lado de la ciudad un joven afrontaba la muerte a causa de sus creencias o las de sus padres. A ella no le competía ni era su misión salvarle, sino decidir lo que era razonable y legal. Le habría gustado ver al chico, liberarse durante una o dos horas de una ciénaga doméstica, y también de la sala del juzgado, ponerse en camino, sumergirse en las complejidades, formarse una opinión por medio de la observación directa. Las convicciones de los padres podrían ser una afirmación de las de su hijo o una sentencia de muerte que él no se atrevía a desafiar. En los tiempos que corrían, averiguar algo por una misma era sumamente inusual.
[…]
El chico tenía una cara larga y flaca, macabramente pálida, pero hermosa, con medias lunas de moretones violáceos, que delicadamente se desvanecían hacia el blanco por debajo de los ojos, y unos labios llenos que a la luz intensa también se veían algo morados. Los ojos, enormes, parecían de una tonalidad violeta. Tenía una peca en lo alto de una mejilla, de un aspecto tan artificial como un lunar pintado. Era de constitución frágil, los brazos le sobresalían como palos de la bata hospitalaria. Hablaba jadeando, con seriedad, y en aquellos primeros segundos Fiona no entendió nada de lo que decía. Luego, cuando la puerta giró hasta cerrarse tras ella con un suspiro neumático, captó que le estaba diciendo que era muy extraño, que había sabido en todo momento que ella le visitaría, que creía tener ese don, esa intuición del futuro, que había leído en los estudios religiosos de la escuela un poema que decía que el futuro, el presente y el pasado eran todo uno, y esto también lo decía la Biblia. Su profesor de química decía que la relatividad demostraba que el tiempo era una ilusión. Y si Dios, la poesía y la ciencia decían lo mismo, tenía que ser verdad, ¿no le parecía a ella?
[…]
Tenía la impresión, aunque los hechos no lo confirmaron, de que a finales del verano de 2012 las rupturas y los sinsabores de matrimonios y parejas crecieron en Gran Bretaña como una monstruosa marea de primavera que barrió hogares enteros, dispersó posesiones y sueños optimistas y ahogó a los que no tenían un poderoso instinto de supervivencia. Promesas de amor fueron desmentidas o reescritas, compañeros antaño benévolos se convirtieron en taimados contendientes que se agazapaban detrás de un abogado, sin reparar en gastos. Objetos domésticos en otro tiempo menospreciados fueron disputados acerbamente, una confianza antes natural fue sustituida por «arreglos» meticulosamente redactados. En la mente de los protagonistas, la historia del matrimonio fue escrita de nuevo como un estado que siempre había sido un fracaso y el amor pasó a ser un espejismo. ¿Y los hijos? Naipes de un juego, fichas de negociación utilizadas por las madres, sujetos de negligencia económica o emocional por parte de los padres; el pretexto para acusaciones de malos tratos reales, imaginados o cínicamente inventados, normalmente por las madres, en ocasiones por los padres; niños aturdidos que iban y venían cada semana de una casa a otra en virtud de acuerdos entre progenitores, abrigos olvidados en algún sitio o plumieres estentóreamente esgrimidos por un abogado a otro; niños condenados a ver a sus padres una o dos veces al mes; o nunca, ya que los hombres más resueltos desaparecían en la forja de un matrimonio cálido y nuevo para engendrar una nueva prole.
¿Y el dinero? Ahora las monedas acuñadas eran verdaderas a medias y a medias puras argucias. Maridos rapaces contra mujeres codiciosas que maniobraban ambos como países al final de una guerra, llevándose de las ruinas los despojos que podían antes de la retirada definitiva. Hombres que ocultaban sus ingresos en cuentas del extranjero; mujeres que reclamaban una vida tranquila para siempre. Madres que impedían a sus hijos que vieran a su padre, a pesar de las órdenes judiciales; maridos que pegaban a su mujer y a sus hijos, esposas que mentían, rencorosas, un cónyuge o el otro, o los dos, borrachos, o drogadictos, o psicóticos; y otra vez niños, forzados a cuidar de padres incompetentes, niños que habían sufrido auténticos abusos, sexuales, mentales o ambos, y cuyo testimonio se transmitía en la pantalla al tribunal.
Ian McEwan. La ley del menor