Lectura: «No voy a pedirle a nadie que me crea», de Juan Pablo Villalobos

Además de cáusticas y delirantes, dotadas de un grueso humor muy estilizado (por raro que parezca), las novelas de Juan Pablo Villalobos (México, 1973) no se someten a ninguna regla, excepto a la lógica del absurdo. Así fue en «Fiesta en la madriguera» (2010), «Si viviéramos en un lugar normal» (2012) y «Te vendo un perro» (2015), donde su escritura operaba con drásticas maniobras contra la convención. Pero el argumento es muy reconocible, casi de manual. Ahora, en «No voy a pedirle a nadie que me crea», último Premio Herralde, se trata de un mexicano, con el nombre del escritor, que viaja a Barcelona para hacer un doctorado. Que el doctorado sea “sobre los límites del humor en la literatura latinoamericana del siglo XX” es una de las muchas parodias con que está sembrada la novela. Y un modo de esclarecer que la novela tiene conciencia de sí misma.

Villalobos trabaja con material autobiográfico, pero no por ello restringido a la realidad, sino orientado por los decursos que procuran los devaneos de la literatura. Devaneos que no son piruetas de quien busca hacer reír, aunque la risa está asegurada. El prisma con que trasciende la realidad es una revulsión por la vía de los equívocos, sin límites de deformidad moral, con los que registra a los personajes en un clima de irreverencia, consciente de que “los lectores pueden apropiarse de un texto y tergiversarlo para hacerlo confirmar sus prejuicios, en este caso contra los mexicanos”.

villalobos-no-voy-a-pedirle-a-nadie-que-me-creaJuan Pablo (el personaje) llega a Barcelona captado en México por una organización mafiosa, adonde le metió un primo (que será asesinado, o no, aquí no hay certeza de que lo que sucede realmente ha sucedido), en calidad de enlace para una actividad ilegal, pero sobre todo amenazante. De manera que va a ser manejado por esa organización que traspasa fronteras y está incrustada en la sociedad catalana. Esta hipérbole sería materia suficiente como rechifla sobre el prejuicio, pero la novela incluye un festivo juego de perspectivas dislocadas, una colisión de géneros. Confronta la voz del narrador, su tembloroso testimonio, con el diario desquiciado de su novia (que vive prácticamente en la indigencia), con las cartas de su difunto primo y con los largos correos que le envía su madre, una mujer que habla de sí misma en tercera persona con una ternura cínica que resulta incluso encantadora. Con ello propone una suerte de demolición de la necesidad de hacer una carrera, de tener una vida estable, de ser un ciudadano de provecho, y a la vez nos advierte de la ineficacia de recurrir a “esa pinche simulación de la literatura”. La novela, de hecho, no tiene final y queda varada, sin condescender a solucionar los embrollos que atenazan al pobre Juan Pablo. Pero la inteligencia del autor se impone sobre la chanza y los descalabros, y especialmente sobre el sinsentido, que redime con el desahogo de una transpiración sarcástica que convierte su lectura en una valiosísima propuesta de remoción literaria.

Francisco Solano. Babelia


 

Textos

Las formas importan incluso en estas situaciones, hijo, te lo dice tu madre, las formas importan sobre todo en estas situaciones. Tu madre quiere, cuando llegue el día, que en su velorio la sala esté ventilada y fresca (si es en verano) o calientita y acogedora (si es en invierno). Que haya buen café, de Coatepec, tu madre te hace responsable de conseguir café de altura, que sirvan de algo todos esos años que desperdiciaste en Xalapa. Esas cosas importan, Juan, de lo contrario al día siguiente del velorio la gente anda con agruras y se pone a hablar mal del muerto en el entierro. Y las coronas, tu madre quiere coronas de flores exóticas, coloridas, alegres, que la muerte de tu madre sea un canto a la vida, aves del paraíso, tulipanes importados de Holanda, orquídeas brasileñas, ¡girasoles!, los girasoles no son caros y llenan de luz las estancias, son como pedacitos del sol. ¡A tu madre le salió una metáfora!, has de estar orgulloso de tu madre, hijo, ¿tu madre te ha contado que cuando era joven escribía poesías? Todo eso se acabó cuando tu madre se casó con tu padre, pero tu madre se está desviando del tema, y tu madre no quiere que pienses que tu madre te escribe para quejarse de tu padre, para contarte sus sufrimientos y sus frustraciones, sabes muy bien que tu madre no es esa clase de madre.

[…]

Un gitano y un moro entran en un bar, dice el Chungo en la recepción vacía de su consultorio. Huele a perro mojado. A orines de gato. Y a croquetas para perro. Y para gato. A una mezcla repugnante de todo eso. Se sientan en la barra, dice el Chungo, y el gitano le pide dos cafés a la que atiende el bar, una española del barrio de toda la vida. Mira, tío, le dice el moro al gitano, y cuando la española se pone de espaldas a preparar los cafés, el moro coge una magdalena de encima de la barra y se la guarda en el bolsillo de la chaqueta. Eso no es nada, dice el gitano, que se ha picado, mira tú. Eh, tía, le dice el gitano a la española, voy a hacer un truco de magia que te vas a cagar encima. La española lo mira medio fastidiada, pero no dice nada para no enfadar al gitano. El gitano coge una magdalena y se la zampa de un solo bocado. ¿Y dónde está la magia?, dice la española. Mira en el bolsillo de la chaqueta del moro, dice el gitano. Nadie se ríe. No se dice moro, tío, dice Ahmed, se dice magrebí. En mi barrio siguen siendo los putos moros, chaval, dice el Chungo. Si no os descojonáis es porque sois extranjeros. No entendéis el chiste. Ni siquiera tu colega se ríe, dice Ahmed. Yo no me río, nen, dice el Nen, porque ese chiste ya me lo contaron mil veces. No tiene ninguna gracia, dice Ahmed, además de que perpetúa el estereotipo de ladrones de los magrebíes y del pueblo romaní. ¿Pueblo romaní?, dice el Chungo, ¿de dónde coño sacaste a estos pavos, Nen? El chiste no habla de ladrones, dice el chino. No es lo mismo ladrones que listillos, dice. De cualquier manera es una imagen denigratoria, dice Ahmed. Depende, dice el chino. ¿De qué?, dice Ahmed. Depende de en qué mundo vivas, dice el chino. En mi barrio la astucia es una virtud muy apreciada. ¿En tu barrio de China, nen?, dice el Nen. Yo nací en L’Hospitalet, tío, dice el chino. ¿Y te llamas Jordi, nen?, dice el Nen, ¿eres uno de esos chinos con nombre catalán? Me llamo chino, dice el chino, y saca una cajetilla de cigarros del bolsillo de la chamarra. Antes de que la mano busque el encendedor, el Chungo lo detiene: Aquí no se puede fumar, chino, dice. El chino va a reclamar, pero en lugar de discutir con el Chungo (batalla perdida) le advierte a Ahmed: Al grano, que me pongo nervioso si no puedo fumar, dice. Espéralos afuera, nen, dice el Nen, afuera puedes fumarte todo el puto paquete. No puedo, dice el chino, soy el canguro de estos capullos. Hostia, dice el Chungo, si no os queréis reír de mi chiste no os riáis, pero no me deis el coñazo. Era un puto chiste del que me acordé al veros, dice.

[…]

Tecleo sólo unos cuantos minutos y luego me rindo y abro otro documento y empiezo a escribir todo lo que me ha pasado en los últimos meses, como si escribiera una novela, como si mi vida inverosímil pudiera ser el material de una novela. Escribo sin culpa, sin vergüenza, como liberación, con comezón. No escribo para pedir perdón, no escribo para justificarme, para dar explicaciones, no es una confesión. Escribo porque en el fondo soy un cínico que lo único que ha querido siempre es escribir una novela. A cualquier precio. Una novela como las que a mí me gusta leer. Soy un cínico y si no me entrego a la policía o si no me tiro por la ventana es porque no estoy dispuesto a interrumpir la novela. Quiero llegar hasta el final. Cueste lo que cueste. Y aunque exagere un poco (no hay comedia sin hipérbole), todo lo que cuento en mi novela es verdad. No hay lugar para la ficción en mi novela. Puedo demostrarlo todo, tengo pruebas. Todo es verdad. No voy a pedirle a nadie que me crea.

[…]

Pensando en esa idea, bastante extendida, según la cual la gente culta, y en especial los literatos, tiene una superioridad moral, aunque la verdad es que los lectores no buscamos en la literatura pautas para nuestro comportamiento en la realidad. Los escritores tampoco. Lectores y escritores lo único que queremos es perpetuar un sistema hedonista, basado en la autocomplacencia y en el narcisismo. El verdadero lector lo único que quiere es leer más. Y el escritor escribir más. Y los académicos somos los peores: los carroñeros que queremos extraer un poco de sentido existencial a toda esa mierda.

Juan Pablo Villalobos

 

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