Lectura: «La chica de los ojos verdes», de Edna O’Brien

Caithleen (luego Kate) y Baba, dos amigas irlandesas —encantadoras unas veces, contradictorias otras—, se han instalado, tras una adolescencia de paisajes rurales e internados, en una excéntrica pensión de Dublín. Bajo las luces de la gran ciudad, sus vidas giran y se agitan en torno al tumulto y la confusión de las nuevas amistades, las madrugadas fuera de casa, las aventuras y desventuras, y los amoríos insignificantes.

Baba busca diversiones despreocupadas, amores de ocasión, mientras que Kate, tan profunda, se empeña en hablar de los libros que lee con sus nuevos conocidos. Aunque, curiosamente, será esta última quien desate el escándalo entre parientes y amigos católicos cuando se enamore de Eugene, un director de cine protestante que acaba de separarse de su mujer y vive en los Montes Wicklow.

Durante un tiempo, Kate verá sus sueños cumplidos: alcanzará un sofisticado refugio idílico y literario, cosmopolita a pesar de encontrarse en medio del campo. Pero cuando su padre se entere de esa relación, hará todo lo posible por impedirla y desatará la ira de toda una peculiar comunidad —whisky mediante— contra ella y su enamorado.

Humor y amor, como en toda rima fácil, al mismo tiempo que —otra rima— dolor, el dolor de vivir cuando la alegría de la juventud se vuelve oscura, se convierte en su reverso. Es esta novela un bellísimo ejemplo de iniciación a la vida y a la feminidad. Nadie como Edna O’Brien ha escrito con tanta intensidad sobre la pasión y el valor, las tristezas y alegrías —y también la vulnerabilidad— de la juventud: sus grandes planes y sus indefinidos anhelos.

La casa del Libro


 

Textos

Los mejores hombres habitaban en los libros: hombres extraños, complejos, románticos; los que yo más admiraba.

[…]

En nuestras vidas hay momentos inolvidables, y yo recuerdo aquel despuntar de la mañana, y las ramas inmaculadas de los abedules jóvenes entre la bruma matinal, y más tarde el esplendor carmesí del sol que se alzaba tras la montaña, como si se tratara del primer día de la Creación. Recuerdo el fulgor repentino que todo adquirió y el efecto de la luz que bañaba las superficies a medida que el sol se colaba entre la neblina, y el vapor del rocío, y, más tarde, el verdor intensísimo de la hierba, que irradiaba energía en forma de color.

[…]

edna-obrien-la-chica-de-los-ojos-verdesAquella noche, mientras me amaba y se abandonaba dentro de mí, me dije: «Sólo logramos perdonarnos de veras a través del cuerpo. La mente finge perdonar, pero almacena y nutre los momentos de negrura». Y aun mientras hacíamos el amor recordé nuestras dificultades, los mundos tan distintos y distantes a los que pertenecíamos. Él tan racional, todo cerebro y cordura que a todos conocía, que sabía todo acerca de todo; y yo, tan maleable, temerosa de todo, irreflexiva, alocada (como él decía), criada (de nuevo, según él) «en la ignorancia de la Edad de Piedra y la barbarie religiosa». Jesucristo misericordioso, muéstrame el buen camino.

[…]

Me costaba trabajo creer que nos moviéramos de veras, que estuviésemos yéndonos de Irlanda; y entre las lágrimas distinguí a nuestros amigos que nos decían adiós, las grullas y los barcos fondeados y la larga y anodina extensión del puerto que dejábamos atrás. Y, poco a poco, la ciudad de Dublin empezó a desaparecer bajo el crepúsculo malva de una noche de mayo; la ciudad donde lo besé por vez primera junto al edificio de la aduana; la ciudad donde me habían sacado dos muelas, y donde había empeñado uno de los anillos de mamá; la ciudad que yo tanto quería. Ambas llorábamos.

edna-obrien  Edna O’Brien

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