Nació en Argentina ella 22 de noviembre de 1907, hija de un arquitecto yugoslavo y de una dama francesa. Llegó con veinte años a París, simplificó su áspero apellido dejándolo en Maar y complicó de hombres su vida. Tuvo cuatro amantes, todos destinados a la fama, y un gran amigo, el soldado homosexual y cronista de aquellos años James Lord.
Salida de la cama de Georges Bataille, futuro hermano supone la locura, entró en la de Éluard, numen del Surrealismo emergente. Éluard, en 1936, le presentó a Picasso, y ambos, para no disgustarlo, dieron vida a un coherente «amour fou». Él, que inventó el cubismo mientras ella nacía, quedó electrizado por aquella joven de cabello negro como la noche y de ojos azules como uno de sus periodos pictóricos que, sentada sola en la mesa de un restaurante, jugaba a clavar un cuchillo a toda prisa entre los dedos de su mano enguatada de blanco, y que una de las veces le dejó como regalo un par de aquellos guantes manchados de sangre. El primer año el dejó de pintar y se puso a escribir versos, y ella, fotógrafa de gran talento que trabajo con Capa, Cartier-Bresson y Jean Renoir, dejó la fotografía y empezó a pintar.
«Eres la mujer más divertida que he conocido nunca», le dijo, pero cuando retomó los pinceles la retrató sólo como reencarnación del dolor, un rostro permanentemente surcado de lágrimas. Seis años después, cuando en su cama apareció Françoise Gilot, el amor terminó, y a Dora, que fue la inspiradora del «Guernica», le quedó únicamente la locura. Se sumió en una oscura depresión. Conoció varias clínicas psiquiátricas y probó el «electroshock». Al borde del suicidio, como consecuencia de lo cual confesó que lo había evitado sólo por hacerle un desprecio a Picasso, conoció al viperino doctor Lacan, que la introdujo primero en el psicoanálisis y luego en la cama.
Tuvo una vida tan larga como aquel siglo breve. Murió en soledad en 1997, dieciséis años después que Lacan, veintitrés después que Picasso, treinta y cinco que Batalle y cuarenta y cinco después de Éluard . Todo el mundo conoce a sus hombres pero pocos saben quién fue ella. La única pariente lejana que se pudo localizar, una campesina yugoslava, dijo no conocer a ningún Picasso y secamente renunció a la herencia, aquella casa en la rue des Grands Augustins que rebosaba de bocetos del maestro, todos con la cara de Dora llorando.

Eugenio Baroncelli. Doscientas sesenta y siete vidas en dos o tres gestos