El arte literario combina lenguaje forjado de yuxtaposiciones frescas, de palabras que no se escuchan en el mercado o en la tienda de jardinería, con ideas y observaciones que, aunque un poco gastadas (porque todos los cuentos se han contado antes), nos parecen nuevas. Pero hay otro elemento al acecho que no puede ser nombrado o descrito, que va más allá del pensamiento y de la lengua que lo transporta. Una especie de halo de la intuición mezclado con perspicacia, un escurridizo velo de sentimiento que no puede ser deseado o planeado o incluso solicitado. Somos, sin embargo, conscientes de su presencia en, por ejemplo, «La muerte de Iván Ilich» de Tolstoi, o «Campesinos» de Chéjov, o «La marca de nacimiento» de Hawthorne, o en comedias del absurdo como «Don Quijote» o «La importancia de llamarse Ernesto», de Wilde. Y ese es el inasible, insondable, indecible tercer elemento que hace el arte. En muy raras ocasiones, y sólo cuando una obra llega a su fin, puedo sentir un susurro fugaz de ese tercer elemento. Pero pocas veces, casi nunca; la escritura está a la altura de su reputación y de su verdadero nombre. Es un trabajo duro.
Cynthia Ozick