Adriano de Robertis (1300-1400), maestro pintor

A De Robertis le gustaría decirle a Beaufort que ha reflexionado mucho, durante estas setenta y dos horas, acerca de la «Virgen barbuda». Que hay que poner el sentido de la oración en lo que hacemos. Que Dios, si existe, quiere ser reconocido, no idolatrado. Y que, en ocasiones, una blasfemia sirve más que una plegaria porque oculta el humano deseo de creer. Pero no lo hará. Callará estas reflexiones a las que, además, no sabría dar una forma rotunda y a la vez convincente. Su boca, en verdad, no está hecha para la disputa dialéctica. Si acaso, para las zanahorias crudas.
Un día de otro siglo, un siglo en el que existirán máquinas capaces de demoler sin esfuerzo el castillo de Sansepolcro y todo lo que en él se encierra, como una mano que apartara de su camino una zarza molesta, cierto hombre escribirá que los dioses se han quedado obsoletos, que ya no sirven. Entonces, en ese amanecer furioso, sólo existirá la Nada.

[…]

Porque quien en el acto de componer música, pintar frescos, esculpir sobre mármol o levantar catedrales se contempla a sí mismo desde la perspectiva del oficio, no puede por menos que preguntarse: «Todo este esfuerzo, toda esta lucha de vanidades, toda esta ingente escenificación, ¿para qué?» De los demonios que acechan al creador a lo largo y ancho de su tarea, ninguno tan angustioso como la carencia de sentido, acepta De Robertis bajo la mirada bovina, un tanto estúpida, del Pantocrátor en quien ya no sabe si cree. Porque, por definición, el sentido no es algo que se le suponga a la creación, no es algo que le sea dado «ex ovo». Así, del misterio de las sensaciones e impresiones que alimentan su vida, el creador cosecha el misterio de la realización de su obra.

[…]

Esa misma noche, al recoger su habitación, junto a los cuadernos de pintura y a los pocos objetos personales que ese pintor morigerado y de gesto adusto ocultaba bajo su jergón, uno de los fámulos del lazareto encontrará, entre las ropas que el anciano De Robertis conservaba a su muerte, un fragmento de pared.
En ese fragmento, que muestra signos de policromía y tiene el tamaño y el aspecto de una antigua tablilla romana, nítida y caligrafiada por una mano firme, aparece una frase en latín, una frase en forma de rombo que para el fámulo —hombre iletrado y brusco, que la observa con la prevención propia de aquellos para quienes el lenguaje se agota en lo que se transmite por la boca y se capta por los oídos— nada significa:

 Lux
antiquior
amore

Menéndez Salmón. La luz es más antigua que el amor  Ricardo Menendez Salmón. La luz es más antigua que el amor

 

Esta entrada fue publicada en El oficio de creador, El oficio de lector, Lecturas recomendadas y etiquetada , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario