La nueva novela de Ricardo Menéndez Salmón. La historia de un hombre obsesionado por retratar la crueldad del siglo XX. Desde niño, a Prohaska le fascinan las imágenes. A ellas dedicará su vida, como cineasta, fotógrafo y pintor. Pero Prohaska es un artista muy singular, obsesionado con la desaparición y la invisibilidad, u
Contraportada de Medusa, de Menéndez Salmón
Textos
Existe una paradoja profunda en Prohaska, el hombre que cultivó las tres cimas del icono —pintura, fotografía, cine— del siglo veinte, pero de quien no se conserva un solo retrato, una sola imagen de pasaporte, una sola huella en celuloide.
Un hombre que lo vio todo, pero a quien nadie logró ver.
[…]
El propio Prohaska narra ese descubrimiento años después, en una de sus habituales confidencias a Stelenski:
Conocí el sexo a los trece años, un mediodía de agosto, en las mismas playas en las que transcurrió mi infancia. Un lugar simbólico, sin duda. En mi casa nunca se había abordado con honestidad el tema, aunque soy consciente de que, durante un tiempo, mi hermano y yo convivimos con la pasión sexual de mi madre por Müller, algo así como la resurrección de una vieja llama, largo tiempo apagada. Quiero decir que nuestra casa era pequeña. Y que ciertos ruidos no se podían evitar. Aparte de eso, a mi padre no le dio tiempo a ejercer ningún magisterio al respecto, y mi madre, como educadora, satisfizo la mojigatería y la decencia que se le suponían. Resultado: un silencio blanco y deslumbrante. Y aunque algunos de mis compañeros en la escuela hablaban de ello sin tapujos, mencionando a sus padres, a sus hermanos mayores e incluso, en algún caso, a sí mismos, lo cierto es que cuando tuve mi iniciación sexual yo era algo así como una página sobre la que nada estaba escrito.
Ella era sueca. Había muchos suecos entonces en Alemania, dedicados a la pesca del arenque. Se llamaba Filipa y era muy bella. Incluso para un muchacho de trece años que nunca había visto una mujer desnuda. Yo la había conocido a principios del verano, y todo había resultado tan natural como respirar. De hecho, después me costó asumir que el sexo no fuera tan sencillo como Filipa me dio a entender. Ella ha sido la única mujer con la que el sexo no parecía un derecho ni un deber, sino sencillamente un suceso. Sé que es paradójico decir esto de una relación entre dos personas de trece años, pero cada vida es irreductible a nada que no sea ella misma.
En mi recuerdo, Filipa ha conservado siempre esa edad. Nunca he sabido qué fue de ella, si sobrevivió a la guerra y a la pesca del arenque. Pero ella me enseñó esa verdad que a menudo nos obstinamos en ignorar: que a menudo son las personas que pasan, y no las que permanecen, las que juegan un papel decisivo en nuestras vidas.
¿Por qué? Precisamente porque la vida no las gastó, porque su memoria, para lo bueno o para lo malo, permanece a salvo del paso del tiempo, que todo lo ensucia.
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Creo que es el retrato más hermoso jamás pintado. Incluso mi ateísmo vacila ante él. No concibo que alguien pueda pasar ante esa figura sin detenerse. El rostro de Cristo es como una iglesia en la que el sufrimiento y la renuncia se hubieran desposado. Cada inteligencia, al mirarse en ese redentor, comprenderá cosas de las que nunca había oído hablar, pero que siempre había conocido: el miedo a la muerte, el castigo y la culpa, la fidelidad a una idea, la promesa de la belleza.
(Sobre el Cristo resucitado de Bramantino,)
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Porque el mundo no se detiene. La rueda de la guerra conoce en 1942 un giro inesperado, decisivamente brutal, que una vez más convertirá a Prohaska en testigo de excepción, ojo ubicuo, presencia al otro lado de la lente. La llamada Conferencia de Wannsee, el 20 de enero, permite a los más feroces cachorros de Hitler bosquejar el plan de exterminio selectivo más radical de la historia de la humanidad, la Endlösung o Solución Final, enfocada al asesinato de todo miembro de la comunidad judía. […] La imaginación más sanguinaria palidece ante la prosa de los quince carniceros de la Endlösung, cuyos nombres, cima de la prosa de terror de todos los tiempos, merecen recordarse: Bühler, Joseph; Eichmann, Adolf; Freisler, Roland; Heydrich, Reinhard; Hofmann, Otto; Klopfer, Gerhard; Kritzinger, Friedrich; Lange, Rudolf; Leibbrandt, Georg; Luther, Martin; Meyer, Alfred; Müller, Heinrich; Neumann, Erich; Schöngarth, Eberhard; Stuckart, Wilhelm.
[…]
El 13 de julio de 1942, por mediación de un gendarme sin duda bondadoso, Irene Némirovsky, escritora rusa en lengua francesa y convertida al catolicismo aunque de origen judío, hace llegar a su marido, el banquero Michael Epstein, la penúltima carta que de ella conservamos. Camino de Pithiviers, campo de concentración francés desde el cual será deportada a Auschwitz, donde morirá, Némirovsky, con una entereza de ánimo trufada por cierta ironía, le hace llegar a su esposo tres peticiones: un segundo par de gafas (a lo que se ve olvida das en un portafolio), libros y mantequilla salada. Es imposible no detenerse con un estremecimiento ante esta triple demanda. A la luz de los acontecimientos posteriores, la carta de Némirovsky constituye uno de esos frutos ingenuos y al tiempo aterradores del individuo sometido al devenir de los hechos.
