Lectura: «El padre», de Edward St. Aubyn

Aubyn- El padreEl padre reúne en un solo volumen las tres primeras novelas de la serie sobre la vida del aristócrata inglés Patrick Melrose. En el idílico château familiar en el sur de Francia, el  pequeño Patrick se entretiene jugando en un jardín mágico. Su padre, el doctor Melrose, rige sus vidas con dureza, y Eleanor, su madre, vive refugiada en la bebida. Una perezosa tarde de verano se preparan para recibir a los invitados a cenar cuando ocurre un espeluznante hecho que marcará a Patrick para el resto de su vida.

El padre sigue el tumultuoso viaje de Patrick Melrose a lo largo de una infancia dominada por la tiranía del padre, una juventud marcada por el consumo de drogas en la Gran Manzana y una madurez en la campiña inglesa.

Comparado con Oscar Wilde o Evelyn Waugh por su feroz y no exento de ironía retrato de la aristocracia inglesa, el primer ciclo de la vida de St. Aubyn narra brillantemente los problemas y escenarios de una clase privilegiada, a caballo entre Nueva York, Londres y los castillos franceses. Edward St. Aubyn nos ofrece una visión crítica de un mundo lleno de decadencia, amoralidad, codicia y esnobismo.

Contraportada de El Padre, de Edward St. Aubyn.


TEXTOS

Descripción

Anne al principio se sintió culpable por lo mal que había reaccionado a la apariencia de Vijay. Su tez color ostra y los carrillos gruesos que parecían un ataque permanente de paperas componían el infeliz marco para una nariz larga y aguileña con mechones de pelo indomable en las narinas. Llevaba gafas gruesas y cuadradas, pero, sin ellas, las abolladuras del puente de la nariz y los ojillos que oteaban desde el gris aún más oscuro de las cuencas tenían peor aspecto. Se secaba el pelo con secador y cepillo hasta levantarlo y solidificarlo como un merengue negro en la coronilla. Su ropa no ayudaba a compensar estas desventajas naturales. Si los pantalones anchos verdes favoritos de Vijay constituían un error, este resultaba trivial comparado con la panoplia de chaquetas livianas de caóticos cuadros escoceses y bolsillos de plastrón. No obstante, esa ropa era preferible a verlo en bañador. Anne recordaba con horror sus hombros estrechos y las pústulas luchando por romper el grueso cuero de pelo negro y áspero. […] La mueca ancha de su sonrisa era a la vez cruda y cruel. Cuando intentaba sonreír, sus labios violáceos solo se curvaban y se retorcían como una hoja en descomposición lanzada a las llamas.

 

La muerte del padre

David asistió al funeral, húmedo y convencional, sin entusiasmo; ya sabía que lo habían desheredado. Mientras el ataúd descendía hacia la tierra, David reflexionó sobre cómo la vida de su padre había transcurrido en una trinchera u otra, disparando a pájaros o a hombres, y cómo aquel era el lugar más adecuado para él. […]

Ya estaba, había llegado el gran momento: el cadáver de su gran enemigo, las ruinas de su creador, el cuerpo de su padre muerto; la gran carga de todo lo que no se había dicho y nunca se diría; la presión de decirlo ahora, cuando no había nadie para escucharlo, y de hablar también en nombre de su padre, en un acto de autodivisión que podría fisurar el mundo y convertir su cuerpo en un rompecabezas. Ya estaba. […]

Patrick echó un vistazo a la sala, pequeña y lujosamente enmoquetada. Hostia puta. ¿Qué hacía su padre en un féretro? Asintió y esperó fuera mientras en su interior crecía una ola de locura. ¿Qué significaba estar a punto de ver el cadáver de su padre? ¿Qué debía significar? Se entretuvo en el umbral. La cabeza de su padre yacía en su dirección y Patrick todavía no le veía la cara, solo los rizos grises del pelo. Habían cubierto el cuerpo con papel de seda. Yacía en el ataúd como un regalo abandonado a medio envolver.

 

La droga

Para no arriesgarse, se clavó la aguja en la vena gorda del dorso de la mano. El olor de la cocaína le embargó y le tensó los nervios como las cuerdas de un piano. La heroína la siguió como una suave lluvia de macillos tamborileando en su columna vertebral y resonándole en el cráneo.

Gimió satisfecho y se rascó la nariz. Qué placer, joder, qué puto placer. ¿Cómo iba a dejarlo? Era amor. Volver al hogar. Ítaca, el final de sus andanzas tempestuosas. Dejó caer la jeringuilla en el cajón de arriba, cruzó dando tumbos la habitación y se desplomó en la cama. […]

Todo el daño que había hecho se le vino encima de golpe, como una troupe de ángeles caídos en un cuadro medieval, empujándolo hacia el infierno con horcas al rojo vivo y sus rostros burlones y malévolos rodeándolo de fealdad y desesperación. Sintió el deseo irresistible de tomar una determinación eterna, de hacer la promesa devota e imposible de no volver a drogarse jamás. Si sobrevivía, si se le permitía sobrevivir, nunca más volvería a chutarse. […]

A medida que las drogas habían ido disipándose, hacía un par de años, había empezado a comprender lo que implicaría estar lúcido todo el tiempo, una extensión de conciencia sin mácula, un túnel blanco, hueco y oscuro, como un hueso sin tuétano. Se había descubierto mascullando «Quiero morir, quiero morir, quiero morir» en mitad de la tarea más ordinaria, arrastrado por un alud de arrepentimiento mientras ponía la tetera al fuego o saltaban las tostadas.

Al mismo tiempo, su pasado yacía ante él como un cadáver a la espera de ser embalsamado. Todas las noches lo despertaban pesadillas atroces y, demasiado asustado para dormir, salía de entre las sábanas empapadas de sudor y fumaba hasta que el amanecer trepaba por el cielo, pálido y sucio como las laminillas de una seta venenosa.

Edward St. AubynEdward St. Aubyn

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