Dios bendiga a James Salter
A menudo se dice que un gran escritor no puede pasar inadvertido. Es mentira. Entre innumerables ejemplos refulge el caso de James Salter, a quien el reconocimiento le llegó cumplidos los setenta. Cuesta de creer que libros tan extraordinarios como «Años luz» o «Juego y distracción» tan solo vendieran unos pocos miles de ejemplares en la inmensa Norteamérica, y que todavía se hable de él como de un “escritor para escritores”, eufemismo para indicar que solo interesa a cuatro gatos.
Salter comenzó a ser mínimamente conocido por sus dos libros de cuentos (había cumplido los ochenta cuando publicó el segundo, el magistral y definitivo «La última noche») y por sus grandísimas memorias, «Quemar los días», que debo de haber releído una docena de veces. Susan Sontag decía: «Quiero leer absolutamente todo lo que escriba Salter». […]
A menudo, por la mañana, antes de ponerme a escribir, leo unas páginas de Salter, como el diapasón que ha de darme la nota exacta, el impulso y el tono. Leo a Salter para que me limpie la mirada, como aquellos espejos negros que utilizaban los impresionistas cuando no veían con claridad los colores. Consejo para escritores jóvenes: si alguna vez os encontráis bloqueados, leed a Salter. Si estáis perdidos y creéis que lo que estáis haciendo ya no vale, leed a Salter. Si creéis que habéis conseguido una página insuperable y no hay forma mejor de expresarlo, leed a Salter.
Leo a Salter para que me ensanche el corazón. Leo a Salter porque sus páginas arrojan la certeza, tan común en los grandes escritores, de que conoce un buen puñado de verdades sobre la vida y los hombres; verdades que te atraviesan como un rayo e iluminan, de repente, un fragmento de realidad haciéndote verla como nunca la habías visto. […]
Leo el final de «Años luz». Hay muchos finales de novela que me parten el alma, pero ninguno como este. Viri, el marido, vuelve a la antigua casa familiar, cerrada, abandonada. Su esposa murió, sus hijas se casaron. Lleva un traje gris comprado en Roma, las suelas de los zapatos ennegrecidas por la humedad. Camina con paso lento, los ojos fijos en el suelo. Le parece escuchar todavía las risas imposibles de las niñas en el bosque. De repente percibe un movimiento entre las hojas: es su vieja tortuga, avanzando hacia él, el ojo claro, transparente como el cristal, el caparazón en el que todavía puede leer las antiguas iniciales, avanzando como si quisiera depositar a sus pies el bosque entero, el pasado entero. Dios bendiga a James Salter.
