Lo único que no envejece de la cara son los ojos. Son igual de claros el día que nacemos que el día que morimos. Es cierto que sus venas pueden reventar y las retinas se vuelven más mates, pero su luz no cambia nunca. Hay un cuadro que me acerco a ver cada vez que voy a Londres y que me conmueve con la misma fuerza cada vez. Es el autorretrato del Rembrandt tardío. Los cuadros del Rembrandt tardío suelen caracterizarse por una rudeza casi inaudita, en la que todo está subordinado a la expresión de ese determinado momento, como resplandeciente y sagrado, hasta ahora algo inigualado en el arte, con la posible excepción de lo que Hólderlin logra en sus poemas tardíos, por muy incomparable que suene, porque donde la luz de Hólderlin conjurada en el lenguaje es etérea y celestial, la luz de Rembrandt es conjurada en el color: el de la tierra, el del metal y el de la materia; pero este cuadro, que se encuentra en la National Gallery, está pintado de un modo algo más cercano al clasicismo realista, más cerca de la expresión del joven Rembrandt. Pero lo que representa es al viejo Rembrandt. A la vejez. Todos los detalles del rostro son visibles, todas las huellas de la vida están estampadas en él, se dejan seguir. La cara tiene surcos, arrugas, bolsas, está ajada por el tiempo. Pero los ojos son claros, y aunque no son jóvenes, al menos parecen fuera de ese tiempo que por lo demás caracteriza su cara. Es como si otra persona nos mirase desde algún lugar más al fondo de la cara, donde todo es diferente. Más cerca que esto será difícil llegar al alma de otra persona.
Porque todo lo que tiene que ver con la persona de Rembrandt, sus costumbres y vicios, los olores y sonidos de su cuerpo, su voz y su vocabulario, sus pensamientos y opiniones, su manera de comportarse, sus defectos y sus achaques, todo lo que constituye una persona a los ojos de los demás, se ha borrado, el cuadro tiene más de cuatrocientos años, y Rembrandt murió el mismo año en que lo pintó, de modo que lo que está retratado, lo que Rembrandt ha pintado, es la mismísima existencia de este ser humano, esa existencia a la que despertaba cada mañana, y que enseguida se le metía dentro de los pensamientos, pero que no eran pensamientos en sí, aquello que enseguida se le metía en los sentimientos, pero que no eran sentimientos en sí, y aquello que todas las noches lo abandonaba al quedarse dormido, al final para siempre. Es esa parte del ser humano que el tiempo no toca, y aquello de lo que la luz de los ojos procede. La diferencia entre este cuadro y los demás cuadros tardíos pintados por Rembrandt es la diferencia entre ver y ser visto. Es decir, en este cuadro se ve a sí mismo, a la vez que él mismo es visto, y supongo que esto sólo era posible en el barroco, con su gusto por el espejo dentro del espejo, el juego dentro del juego, la puesta en escena y la fe en la conexión de todas las cosas, una época en la que la perfección artesanal alcanzó un nivel nunca logrado por nadie ni antes ni después. Pero existe en nuestro tiempo y observa por nosotros.
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