(…) Anochece, estamos en octubre. Aún no ha anochecido del todo, es una tarde muy hermosa del antiguo octubre. Es domingo, estamos en Montmartre y, como esto casi es el campo, no hay nadie por las empinadas calles. Cuántos árboles en lontananza: castaños o plátanos, que deslumbran y oprimen el corazón, amarillos y arruinados contra el cielo azul. Se yerguen en la luz. Las hojas doradas nos corren bajo los pies, la cuesta arriba parece conducirnos al cielo. Y, de repente, ahí llegan: son cuatro o cinco, vienen subiendo la cuesta, todos ellos hijos irredentos, ni monjes ni capitanes, por más que todos vayan arropados en un hábito invisible, hijos sin más, poetas como solía decirse; Verlaine y Rimbaud, y, de propina, cualesquiera otros, Forain, o Valade, o Cros, y Richepin, a quien llamaban Richoppe. Levitas negras, sombreros, aspecto pulcro, todo ello resolviéndose en brillos bajo la luz del sol; porque hoy van de tiros largos: a Rimbaud alguien le ha prestado el uniforme, alguien con su misma talla, Richepin quizá. (…)
Pierre Michon, «Volvamos a la estación Este»
(A través de BibliotecaIgnoria)