Entre los bloques de piedra que emergen de la nieve, hago un fuego y hiervo agua para el té. El fuego y yo fumamos, uno al lado del otro.
En el curso de estas jornadas allá arriba, me consagro al puro goce de ser. Fumar un cigarro, solo, frente al lago; no molestar a nadie, no sufrir las órdenes de nadie, no desear más que lo que se siente, y saber que la naturaleza no nos rechaza. En la vida se necesitan tres ingredientes: sol, un mirador, y en las piernas el recuerdo láctico del esfuerzo. Y también pequeños Montecristos. La felicidad es fugaz como un cigarro.
A la noche, sigue nevando. Frente a un espectáculo semejante, el budista se dice: «No esperemos nada distinto», el cristiano: «Mañana estará mejor», el pagano: «¿Qué significa todo esto?», el estoico: «Ya veremos qué pasa»; el nihilista: «Que se entierre todo». Yo: «Tendré que cortar la leña antes de que la tape la nieve». Lo hago, y después me acuesto.
El viento barrió la nieve de la superficie del lago, y me devolvió el hielo. Patino dos horas bajo el sol frío, escuchando a Maria Callas.
Hoy, mucha lectura, tres horas de patinaje en una luz vienesa, escuchando la Pastoral, pesca de un salmón y recogida de medio litro de cebo, contemplación del lago por la ventana a través del vapor de un té negro, breve siesta al rayo del sol de las cuatro de la tarde, hachado de un tronco de tres metros y aprovisionamiento de leña para tres días, preparación y comida de una buena kacha y el pensamiento de que el paraíso no estaba sino en el encadenamiento de todo lo anterior.
La lectura, la escritura, la pesca, el ascenso a la montaña, el patín, el ocio en los bosques…, la existencia se reduce a una quincena de actividades. El náufrago goza de una libertad absoluta pero circunscripta a los límites de su isla.
Un día en los Cedros del Norte.
Mirar el cielo a las seis de la mañana. Encender el fuego (murmurándole palabras amables) y salir a buscar agua. Notar que el termómetro indica dos grados bajo cero. Comer un blini con té hirviendo. Mirar el lago a través del vapor del té. Volver a mirarlo pero a través del humo del primer cigarrito. Terminar La promesa del alba comiendo las bayas de Irina. Visitar los cuatro hormigueros que enmarcan mi cabaña a trescientos metros unos de otros y constatar los trabajos de consolidación. Buscar con los gemelos la mancha negra de las focas tomando sol. Dibujar la lámpara de aceite tratando de representar la transparencia del vidrio. Reparar la vaina del cuchillo estropeada en la caminata de anteayer. Cortar leña. Alimentar a los perros con el paté de bagre. Cocer la kacha de la noche. Pescar en cuarenta minutos, en el agujero de pesca más cercano, los dos pescados que acompañarán la kacha. Pensar en lo que habría podido ser este día si mi ser querido, la única persona sobre la tierra que extraño aun cuando está cerca de mí, se hubiera dignado estar aquí. No pensar en los motivos[…]
El día tiene una sucesión de puntos fijos cuya recurrencia constituye un solfeo. La llegada del pájaro a las ocho, la iluminación del mantel por un rayo de sol a las nueve y media, el juego de los perritos a la caída de la tarde, la aparición de las focas al mediodía, el reflejo de la luna en el cubo: la mecánica es perfecta. Esas citas insignificantes son inmensos acontecimientos de la vida en los bosques. Los espero, los deseo. Cuando llegan, los reconozco y los saludo.