La avalancha de los pueblos hacia lo feo fue el principal fenómeno de la mundialización. Para convencerse basta con circular por una ciudad china, observar los nuevos códigos de decoración del Correo francés, o la ropa de los turistas. El mal gusto es el denominador común de la humanidad.
Cuando uno desconfía de la pobreza de su vida interior, hay que llevar buenos libros: con ellos siempre se podrá llenar el vacío.
El frío, el silencio y la soledad son estados que en el futuro serán más preciosos que el oro. En una Tierra superpoblada, recalentada, ruidosa, una cabaña en el bosque es la utopía.
Respiramos, comemos fruta, cortamos flores, nos bañamos en el agua del río y después, un día, nos morimos sin pagar la cuenta al planeta. La existencia es una consumición no pagada.
Los teóricos de la ecología pregonan el decrecimiento. Dado que no podemos seguir apuntando a un crecimiento infinito en un mundo con recursos cada vez más escasos, deberíamos hacer más lentos nuestros ritmos, simplificar nuestras vidas, disminuir las exigencias. Son cambios que se pueden aceptar voluntariamente. Mañana, las crisis económicas nos los impondrán.
El decrecimiento no será nunca una opción política. Para aplicarlo se necesitaría un déspota ilustrado. ¿Qué gobernante tendría el valor de imponer semejante cura a su población? ¿Cómo convertiría a una masa a la virtud de la ascesis? ¿Convencer a miles de millones de chinos, de indios y de europeos de que es mejor leer a Séneca que tragar cheeseburgers? La utopía decreciente: un recurso poético para individuos deseosos de conformarse con los principios de la dietética.
El hombre libre es dueño del tiempo. El hombre que domina el espacio es apenas poderoso.
Curiosa, esta necesidad de trascendencia. ¿Por qué la fe en un Dios exterior a su creación? Los crujidos del hielo, la ternura de los paros y el poder de las montañas me exaltan más que la idea del creador de estas manifestaciones. Con ellas tengo suficiente. Si yo fuera Dios, me habría atomizado en miles de millones de facetas para vivir en el cristal del hielo, en la aguja del cedro, en el sudor de las mujeres, en la escama del salmón y los ojos del lince. Más exaltante que flotar en los espacios infinitos mirando de lejos cómo se autodestruye el planeta azul.
Los místicos buscaban desaparecer del mundo. El hombre de los bosques quiere reconciliarse con el mundo. Ellos esperaban un hecho que no era de esta vida, él busca la aparición de breves alegrías, aquí y ahora. Ellos querían la eternidad, él se conforma con la satisfacción. Ellos esperaban morir, él aspira a gozar. Ellos odiaban su cuerpo, él aguza los sentidos. En resumen, si se quiere pasar un buen momento junto a una botella de vodka, vale más visitar a un solitario de los bosques que a un loco de Dios anidado en lo alto de su columna.
Siento una gran desesperación. Tendrían que extirparnos un pedacito de la corteza cerebral al nacer. Para quitarnos el deseo de destruir el mundo. El hombre es un niño caprichoso que cree que la Tierra es su cuarto, los animales sus juguetes, los árboles sus sonajeros.
El único peligro que amenaza al ermitaño, además del vodka, el oso y las tormentas, es el síndrome de Stendhal, la sofocación ante la belleza.
En el humanismo hay un aroma a corporativismo, basado en el imperativo de amar lo que se nos parece. El hombre debe amar al hombre como el odontólogo ama a los otros odontólogos. En mi claro yo invierto la proposición y trato de amar a los animales con una intensidad proporcional al grado de alejamiento biológico que mantienen conmigo. Amar es reconocer el valor de lo que nunca se podrá conocer. Y no celebrar su propio reflejo en el rostro de un semejante. Amar a un papú, al hijo del vecino, es muy fácil. ¡Pero a una esponja! ¡A un liquen! ¡A una de esas plantitas que sacude el viento! He ahí lo difícil: sentir una ternura infinita por la hormiga que restaura su ciudad.
El Estado lo ve todo: en el bosque, se vive oculto. El Estado oye todo; el bosque es la nave del silencio. El Estado lo controla todo; aquí sólo valen los códigos inmemoriales. El Estado quiere seres sumisos, corazones secos en cuerpos presentables; las taigas vuelven salvaje al hombre y le desatan el alma.
¿El lujo? Es el despliegue de veinticuatro horas frente a mí, ofrecidas cada día à mon seul désir. Las horas son grandes muchachas blancas enviadas por el sol para servirme. Si quiero quedarme dos días en la cama leyendo una novela, ¿quién me lo impedirá? Si me dan ganas, al caer la noche, de meterme en el bosque, ¿quién me disuadirá? El solitario de los bosques tiene dos amores, el tiempo y el espacio. El primero lo llena a su gusto, al segundo lo conoce como nadie.