Kipling, que se instaló por un tiempo en Vermont, sucumbió al encanto de Nueva Inglaterra; lo evoca en Algo sobre mí mismo, donde refiere una anécdota vivida por un amigo, profesor de Harvard. Este docente universitario se paseaba por el campo con un colega, en un coche de caballos. Los dos profesores, que estaban debatiendo un profundo problema de ética, se detuvieron un momento en casa de un viejo campesino conocido suyo para abrevar su caballo. Mientras el campesino, taciturno, como lo son en esa región, se ocupaba de traer un cubo de agua, los dos amigos que se habían quedado dentro del coche, proseguían su charla. «Según Montaigne…», dijo uno, apoyando su argumento en una cita, cuando el campesino, que seguía sosteniendo el cubo, intervino: «No fue Montaigne quien dijo eso, sino Montes-ki-ew». (Y tenía razón)
Simon Leys