Lectura. «Solenoide». Mircea Cartarescu

Mircea Cartarescu. Foto: Fil Gonzalo García

Cartarescu se condensa en Solenoide

Reconozcámoslo. No hay nada más aburrido que escuchar (o leer) los sueños de los demás. Salvo, quizás, si quien los cuenta es Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956). Al fin y al cabo, su magno Solenoide(2015) no es más (ni menos) que eso […]

Origen: Cartarescu se condensa en Solenoide | El Cultural


Textos

Me incorporo y empiezo a enjabonarme el cabello y el cuerpo. Mientras tenía las orejas sumergidas en el agua escuchaba claramente las conversaciones y los golpes en los apartamentos contiguos, pero como entre sueños. Ahora tengo tapones de gelatina en los oídos. Me froto el cuerpo con las manos llenas de jabón. Mi cuerpo no me resulta erótico. Es como si mis dedos no recorrieran mi cuerpo sino mi mente. Mi mente vestida de carne, mi carne vestida de cosmos.


Incluso la última prostituta de la esquina, que no ha hecho otra cosa que gritar obscenidades, caminar sobre unos tacones gastados y hacer su trabajo con todas las bestias y todos los borrachos del mundo, tiene bajo el cráneo el mismo capullo metafísico, el mismo portal hacia el conocimiento y la salvación eterna, el mismo castillo de una grandeza infinita, el mismo poder de respirar no solo el aire enrarecido de nuestro mundo, sino el Espíritu mismo, el aire de los cielos platónicos. Incluso ella tiene, como Bach y Spinoza, el poder de ver ideas, de utilizar «también», «ni», «o bien» y «si», de entender que el sol saldrá también mañana, bañando el mundo en la seda de su esplendor.


«¿Por qué vivimos?», empezó Virgil, como hablando consigo mismo, pero su voz retumbó brutalmente en el silencio de la noche. «¿Cómo es posible que existamos? ¿Quién ha permitido este escándalo y esta injusticia? ¿Este horror, esta abominación? ¿Qué imaginación monstruosa envolvió la conciencia en carne? ¿Qué espíritu sádico y saturnino permite que la conciencia sufra, que el espíritu aúlle torturado? ¿Por qué hemos descendido a este cenagal, a esta jungla, a estas hogueras llenas de odio y furia? ¿Quién nos ha arrojado desde las alturas? ¿Quién nos ha encerrado en cuerpos, quién nos ha atado con nuestros propios nervios y nuestras propias arterias? ¿Quién nos ha obligado a tener huesos y cartílagos, esfínteres y glándulas, riñones y uñas, pieles e intestinos? ¿Qué hacemos en este mecanismo sucio y blando? ¿Quién nos ha sellado los ojos con nuestros propios ojos, quién nos ha tapado los oídos con nuestros propios oídos? ¿Quién ha consentido el dolor, quién ha consentido los sentidos? ¿Qué tenemos que hacer con los racimos de células de nuestro cuerpo? ¿Con la materia que fluye por él como a través de un tubo de carne agónica? ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Qué tomadura de pelo es esta? ¿Por qué nadamos en ácidos que ulceran nuestra piel? ¡Protestad, protestad contra la conciencia enterrada en la carne!


Porque todo lo que me enseñaron mis padres o aprendí en la escuela es completamente ajeno a mi vida cotidiana. ¿Cómo puedo saber que existe Malibú si no he estado nunca allí ni he conocido a nadie que haya ido? ¿Cómo podemos llamar realidad a aquello que percibimos, las cosas de nuestro entorno, con una topografía que intuimos gracias a los ojos, los oídos, las puntas de los dedos y de la lengua y, simultáneamente, a los rumores sobre territorios, ciudades y estrellas que no veremos jamás? ¿Cómo puedo saber que existe incluso lo que tengo enfrente, el dorso velludo de mi mano, mis uñas duras, la taza de café de la mesa? ¿Qué es la realidad? ¿Qué motor visceral y metafísico convierte lo objetivo en subjetivo? He pensado muchas veces que nos equivocamos de medio a medio cuando contemplamos la realidad como un todo inmutable, simple y básico, puesto que ella es, de hecho, el animal más tortuoso, más estratificado, más lleno de órganos, tuétano, tubos, grasas y cartílagos que se pueda imaginar. El animal en el que vivimos, el gusano anélido de carne formada por el polvo infinito de estrellas.


NICOLAE VASCHIDE soñaba mucho, mucho más que cualquier otro individuo. Soñaba de forma deliberada y metódica, pero no había soñado nunca con la serie de mujeres, a cual más hermosa —cada una de ellas dos veces más guapa que su madre—, que brotaron de él, casi sin madre, y que nacieron después, casi sin padres, una a partir de la otra, hasta que la última de ellas, a los ochenta años de la muerte del bisabuelo, llegó a deslumbrar al mundo con toda su exuberancia pagana. Su bisnieta Florabela era, ciertamente, una Venus de lile pecosa, con una melena pelirroja hasta la cintura, maciza, y con unos pezones que brotaban ateridos y excitados incluso a través de los correctos trajes de invierno, imposibles de ocultar. Tenía los tobillos gruesos de una diosa crónica y llevaba decenas de pulseras de oro y crisolita tintineando en ambos brazos, y una cadenita fina que medía sus pasos. Sus párpados estaban siempre pintados de kohl, y llevaba un Salambó, descuajeringado de tanto leerlo en los tranvías, en su bolso rojo.


Si no existieran los sueños, jamás habríamos sabido que tenemos un alma. El mundo real, concreto, tangible, sería lo único que existe, el único sueño permitido y, en tanto que único, incapaz de reconocerse a sí mismo como sueño. Dudamos de él porque soñamos. Percibimos exactamente lo que es —una siniestra prisión de la mente— solo porque, al cerrar los ojos de noche, nos despertamos siempre al otro lado de nuestros párpados. Es como esos viajes que te abren los ojos y la mente, como el vuelo de ese pájaro que otea desde la altura tierras lejanas. Tu pueblo no es el único del mundo y no es el ombligo del mundo. Los sueños son mapas en los que aparecen los extensos territorios de nuestra vida interior. Son mundos con una dimensión más respecto al mundo diurno y, sobre todo, respecto a nuestro cerebro, que recorre los nuevos paisajes sin poder entenderlos.


«Somos como hombres dibujados en una hoja, en el interior de un cuadrado. No podemos traspasar las líneas negras y nos agotamos rebuscando, decenas, cientos de veces, cada esquinita del cuadrado para dar con una fisura. Hasta que uno de nosotros comprende de repente —porque ha sido predestinado para comprender— que no puede escapar del plano de la hoja. Que la salida, amplia y sencilla, es perpendicular a la hoja, en la hasta entonces inconcebible tercera dimensión. Así que, para sorpresa de los que se quedan entre las cuatro líneas de tinta china, el elegido rompe de repente la crisálida, extiende unas alas enormes y se eleva suavemente, arrojando su sombra, desde arriba, a su antiguo mundo».

Esta entrada fue publicada en Sin categoria. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario