Lectura: «Secreto a voces», de Alice Munro

Alicia Munro. Secreto a vocesAlice Munro evoca el poder devastador de los viejos amores que resucitan en este conjunto de relatos, que le valieron a la autora el W.H Smith Award y que el New York Times eligió como uno de los mejores libros de su año. Por aquí transitan una joven desaparecida sin rastro, una novia por contrato, una solitaria excéntrica que, sin proponérselo, consigue un pretendiente millonario, y una mujer que quiere escapar del marido y también del amante. Resuenan en estos Secretos a voces el humor, la pena y la sabiduría que confirman, una vez más, las palabras de Jonathan Franzen: «Munro es quien mejor escribe en América del Norte hoy en día».

Contraportada de RBA Ediciones


Alice Munro, una vida inesperada | Babelia | EL PAÍS


 

Textos

Ella le dejó que le cogiera las manos, casi que la levantase del asiento. Él apagó las luces cuando salieron del comedor. Subieron la escalera, algo que habían hecho con frecuencia por separado. Pasaron ante el cuadro de un perro sobre la tumba de su amo, y la escocesa cantando en el prado y el viejo rey de ojos saltones, con expresión de complacencia y saciedad. —«Está todo nublado, y mi corazón asustado» —iba medio cantando, medio tarareando Jim Frarey mientras subían. Llevaba una mano tranquilizadora posada en la espalda de Louisa—. Vamos, vamos —dijo mientras la hacía tomar la curva que formaba la escalera. Y cuando empezaron a remontar el estrecho tramo que llevaba al tercer piso añadió —: ¡Nunca había estado tan cerca del cielo en esta casa! Pero más tarde, aquella misma noche, Jim Frarey emitió un gemido final y se incorporó para reñirla somnoliento: —Louisa, Louisa, ¿por qué no me habías dicho que era así? —Te lo he contado todo—dijo Louisa con voz débil e insegura. —Entonces será que yo me había hecho una idea distinta —dijo él—. No tenía intención de que esto cambiara las cosas para ti. Ella dijo que no había cambiado nada. En aquel momento, sin que él la sujetase y la enderezase, sintió que se ponía a dar vueltas irresistiblemente, como si el colchón se hubiese transformado en una peonza y ella estuviese encima. Trató de explicar que los vestigios de sangre de las sábanas podían atribuirse al período, pero las palabras salían de sus labios con infinita negligencia y no encajaban.

(Perteneciente a Entusiasmo. «La gripe española»)

 

Se sentó a una de las mesas de lectura, desde donde podía mirar por la ventana. Cogió un antiguo ejemplar del National Geographic que estaba allí encima. Se puso de espaldas a la bibliotecaria. Pensaba que era una cuestión de tacto, ya que parecía un tanto agitada. Entraron varias personas, y la oyó hablar con ellas. Su voz sonaba bastante normal. Arthur no dejaba de pensar en marcharse, pero no lo hizo. Le gustaba la ventana alta y desnuda inundada por la luz de la tarde primaveral, y también le gustaban la dignidad y el orden de aquellas habitaciones. Le producía una agradable perplejidad la idea de que personas adultas entraran y salieran, de que leyesen libros asiduamente. Una semana tras otra, un libro tras otro, durante toda una vida. Él leía un libro de vez en cuando, cuando se lo recomendaba alguien, y solía disfrutar con ello, y además leía revistas, para mantenerse al tanto de las cosas, y jamás se le ocurría leer un libro hasta que se le presentaba otro, de aquella forma casi casual. […]

La lluvia hacía un ruido tan constante que Arthur se vio libre de responder. Entonces le resultó fácil darse la vuelta y mirar a la bibliotecaria. Su perfil estaba débilmente iluminado por la lluvia que bajaba por las ventanas. Tenía una expresión tranquila y atrevida. O tal le pareció a él. Cayó en la cuenta de que apenas sabía nada de ella, qué clase de persona era en realidad o qué clase de secretos podía albergar. Ni siquiera podía estimar qué valor tenía para ella. Sólo sabía que alguno tenía, y no el habitual. No era más capaz de describir el sentimiento que le producía que de describir un olor. Es como la descarga de la electricidad. Es como los granos de trigo quemados. No, como una naranja amarga. Me rindo. Nunca había imaginado que se encontraría en una situación como aquélla, asaltado por una compulsión tan clara. Pero al parecer no estaba desprevenido. Sin pensar dos veces, ni siquiera una, en lo que iba a meterse, dijo: —Ojalá… Hablaba demasiado bajo; ella no le oyó. Alzó la voz. Dijo: —Ojalá pudiéramos casarnos. Ella le miró. Se echó a reír, pero se dominó. —Lo siento —dijo—. Lo siento. Es por lo que estaba pensando. —¿Qué? —dijo Arthur. —He pensado… es la última vez que le veo. Arthur dijo: —Se equivoca.

(Perteneciente a Entusiasmo. «Accidentes»

 

Gail llegó a Walley un verano, en los años setenta. El novio que tenía por entonces construía barcos, y ella vendía la ropa que confeccionaba: capas con encajes, camisas con mangas de volantes, faldas largas de vivos colores. Tenía espacio para trabajar en el taller del novio, cuando llegó el invierno. Empezó a importar ponchos y gruesos calcetines de Bolivia y Guatemala. Buscó a varias mujeres del pueblo para que tejieran jerseys. Un día, Will la paró por la calle y le pidió que le ayudara con el vestuario de la obra de teatro que estaba preparando. El novio de Gail se fue a Vancouver. Gail le contó ciertas cosas a Will desde el principio, por si se le ocurría pensar que con su cuerpo robusto, su piel sonrosada y su frente amplia y noble podía ser la mujer idónea para crear una familia. Le contó que había tenido un hijo y que cuando su novio y ella estaban trasladando muebles en una furgoneta que les habían prestado, desde Thunder Bay a Toronto, hubo un escape de monóxido de carbono en el vehículo. Ellos sólo se marearon, pero el niño, que por entonces tenía siete semanas, murió. Después, Gail estuvo enferma —una inflamación de la pelvis—, y decidió no tener más hijos. Como de todas maneras hubiera resultado complicado, le hicieron una histerectomía. Will la admiraba. Eso decía. No se sintió obligado a comentar: ¡qué tragedia! No sugirió, ni siquiera solapadamente, que aquella muerte fuera consecuencia de las decisiones que Gail había tomado. Por entonces, Will estaba extasiado con ella. La consideraba valiente, generosa, valiosa, ingeniosa. La ropa que diseñaba y confeccionaba para él era perfecta, prodigiosa. Gail pensaba que la imagen que Will tenía de ella, de su vida, mostraba una inocencia enternecedora. Consideraba que, lejos de ser un espíritu libre y generoso, ella se había angustiado y desesperado demasiadas veces y había dedicado demasiado tiempo a lavar ropa y a preocuparse por el dinero, siempre con la sensación de que le debía mucho a cualquier hombre que cargase con ella. Por entonces no creía estar enamorada de Will, pero le gustaba físicamente, le gustaban su cuerpo vigoroso, tan erguido que parecía más alto de lo que en realidad era, la cabeza echada hacia atrás, la frente despejada y reluciente, la orla de pelo rizado, canoso. Le encantaba observarle en los ensayos, o simplemente mientras hablaba con sus alumnos. Parecía muy hábil y atrevido como director, y su fuerte personalidad destacaba cuando cruzaba el vestíbulo del instituto o las calles de Walley. Y además, los sentimientos que albergaba hacia ella, un tanto extraños, la admiración, sus atenciones como amante, la curiosa placidez de su casa y de su vida con Cleata: todo aquello le daba la sensación de una acogida maravillosa en un lugar en el que quizá no tuviera derecho a estar. Entonces no importaba; ella llevaba ventaja. ¿Cuándo dejó de tenerla? ¿Cuando Will se acostumbró a dormir con ella, cuando se instalaron juntos, cuando trabajaron tanto en la casa junto al río y resultó que ella desempeñaba mejor que él aquella clase de tareas?

(Perteneciente a El Jack Randal hotel)

 

Ladner no tuvo ninguna premonición de muerte la noche antes de la operación, o quizá fuera la noche anterior, cuando te llamé por teléfono. Hoy en día es raro que la gente se muera en una simple operación para implantar un marcapasos y, además, Ladner no pensaba que estuviera tan grave. Sólo le preocupaban cosas como si habría cerrado la llave de paso del agua. Cada día estaba más obsesionado con esos detalles. Era en lo único que se notaba la edad que tenía. Aunque, bien pensado, en realidad no son detalles si las cañerías revientan, sino una catástrofe. Pero de todos modos ocurrió una catástrofe. Sólo he vuelto allí una vez para echar un vistazo y lo más curioso es que me pareció normal. Después de la muerte de Ladner, casi llegué a pensar que así tenían que ser las cosas. Lo que no me parecería natural sería ponerme a arreglarlo todo, aunque supongo que tendré que hacerlo, o contratar a alguien para que lo haga. Siento tentaciones de prenderle fuego y ya está, pero me imagino que entonces me encerrarían. […]

Al despertarme, pensé que tenía que preguntárselo a Ladner. Incluso antes de despertarme, siempre sé que el cuerpo de Ladner no está a mi lado y que la sensación de tenerlo cerca, de su peso y su calor y su olor, es sólo un recuerdo. Pero de todos modos tengo la sensación —al principio— de que está en la habitación de al lado y de que puedo llamarlo y contarle lo que he soñado o lo que sea. Después tengo que aceptar que no es verdad, todas las mañanas, y siento escalofríos. Es como si me encogiera, como si me pusieran dos planchas de madera en el pecho, y se me quitan las ganas de levantarme. Es algo que me ocurre muy a menudo. Pero en este momento no me pasa, sólo lo estoy describiendo, y en realidad estoy bastante contenta aquí, escribiendo con mi botellita de vino tinto.

(Perteneciente a Vándalos)

Alicia Munro Alicia Munro. Secretos a voces

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